Estatua de carne
Esa canción la cantaba Don José Larralde, hace mucho: Los tiempos cambian, los recuerdos quedan / Los hombres mueren cuando no hay vergüenza/ La sombra crece dentro de la conciencia / Si la conciencia no crece en la sombra.
Éramos muy jóvenes cuando apareció esa canción y morirse, lo que se dice morirse, solo se morían los que se iban de propia mano (sin haber leído a Montaigne) y los viejos, y hasta pensábamos que, en algún caso, iríamos a escupir en sus tumbas, de la mano de Boris Vian que así tituló una de sus novelas. Boris Vian, aquel poeta arrebatado y lleno de humor que no quería morir sin haber conocido los perros negros de México que duermen sin soñar y otra serie de fantasías exóticas, como la de contagiarse de las siete plagas de Egipto que bullen allá lejos, siempre allá lejos, pero que hemos tenido ocasión de comprobar, por sorpresa, que es algo que podemos atrapar sin irnos tan lejos, en la puerta de nuestra casa, sin esfuerzo y con riesgos ciertos de espicharla.
A cierta edad, fallece la gente que más quieres, que quieres a secas, y a ratos, el canguelo te gana el corazón, ese que, en otro tiempo, arengaban a cumplir su dictado, justo antes de poner la vida en el tablero con riesgo de perderla. En ese combate de íntima supervivencia no se gana por fuerza y puedes quedar desarzonado y por tierra para siempre, de lo contrario hay que montar de nuevo y a la carrera. Es un riesgo que hay que correr, que corres incluso sin reparar en ello.
Cumplir, en el sentido que le da Robert Louis Stevenson en su Sermón de Navidad. Cada cuál en lo suyo, en su afán y en su sueño, sin pedirse demasiado. Es tiempo de mirar de frente las borrascas que se nos han venido encima porque de nada vale esconderse detrás de la puerta pensando que estas no nos alcanzarán. No hay puerta que aguante el vendaval de esta época. Es tiempo de resistir a las modas, a las consignas sectarias, a los dogmas mediáticos impuestos siempre en beneficio de alguien que no somos nosotros, los que pagamos las facturas.
Consignas, dogmas, de fe negra, los que te inoculan a diario y a los que es fácil apuntarse porque total qué más da, si trae más cuenta hacer lo que dicen que ir en dirección contraria. Serán mentiras, rebuscadas, pero tu voto y tu aplauso las hacen verdad: la sombra (oscuridad) crece dentro de la conciencia si esta no crece lúcida a pesar de la sombra.
Leo en un autor que bien merece el premio Nobel, Pascal Quignard, luminoso maestro, que Carlos I de Inglaterra fue el primer rey del Occidente cristiano que autorizó la publicación de calumnias y la “impresión de injurias”, lo que hoy día llamamos “libertad de expresión”, sin pensar ni por un segundo en qué queremos decir con eso. Después de ese real capricho, y cabeza real rodando, Cromwell restableció la censura y al poco se establecieron las gazetas, esto es, la propaganda gubernamental impresa, que establecían lo que era cierto y lo que no, y sobre todo lo que había que pensar para la paz de los reinos. Y eso con mucho más esfuerzo del que es necesario emplear hoy para poner en marcha la máquina del fango, salpicando patrañas, injurias, difamaciones, calumnias, cuanto más groseras mejor, más fáciles de tragar por un público ávido de mugre.
Mentiras oficiales o de partido, tanto da, expandidas con entusiasmo por medios subvencionados que han sustituido con ventaja a los dogmas religiosos. Los tiempos cambian... ¿Y la conciencia?
Hace unos días falleció un gran poeta, Miguel Suárez (Bera, 1951), apodado El Ruinas, alguien que estaba lejos de los fastos y los negocios de la cultura oficial. Suárez tiene un poema, Diciéndolo de nuevo (lo encontrarán el Internet) que comienza con unos versos que no dejan de repicarme: Escribir no consuela./ Estar no consuela. Es posible, no lo niego, pero, ¿entonces? Me refiero a este tremendo desdiós que estamos viviendo, cerca y lejos, que nos amenaza, que nos acogota, que nos arrolla, día a día, empujados, zarandeados, títeres felices... ¿Escribir no consuela? A este paso, esto último va a sonar a enigmas de erudito chino, pero entre tanto, escribir suena a exorcismo.