El pasado domingo, recordando Normandía, citaba el Desembarco de Alhucemas de 1925 en el que el veterinario militar y, municipal donostiarra más tarde, a la par que médico pediatra, el taustano D. Enrique Sangüesa Lobera, fue el primero en desembarcar a caballo. Un amigo me advierte fraternalmente de que el Ministerio de Defensa ha prohibido cualquier conmemoración de aquel evento que, por su exitoso resultado, hizo olvidar, en parte, el Desastre de Annual, cuatro años antes y todo para no cabrear al moro y que le dé por incordiar en Ceuta y Melilla. No quisiera ser el responsable de una nueva oleada de menas.

Hábiles en la maniobra

No acertamos los guipuzcoanos con el nombramiento del asesor multiusos que, entre sus habilidades y valiosa agenda, estaba su amistad con un cardenal papable que podía habernos situado en privilegiadas posiciones en el Vaticano. No ha sido elegido y ahora tendremos que cargar con él los cinco años que le faltan para la jubilación. Ya le encontrarán otra utilidad. No importa, es dinero público. Del escándalo –“ay de aquel que escandalice” (Mateo, 18:6)– y desafección que producen al votante las puertas giratorias y esos elementos que lo mismo valen para un roto como para un descosido, sin comentarios. Nihil novum sub sole (Eclesiastés 1, 10).

Nuestros hermanos vizcainos, con mayor potencial económico en su Diputación Foral, contrataron a una consultora de “confianza” que ha influido en el lobby eclesiástico oportuno y ya disponen de su catorceavo león, cuyas consecuencias se harán notar en la próxima temporada futbolística. De hecho, me aseguran, ya han pedido presupuesto para calafatear la gabarra.

Ahora se trata de recordar el periplo de Bob El Surfista –por sus habilidades diplomáticas, más conocido como León XIV, cuando visitó Euskal Herria en su época de superior de los agustinos (Errenteria, Loiu, Iruña o Bilbao), lo que nos hace suponer que conoce nuestra gastronomía–. Vamos, que casi, es uno de los nuestros. Pradales debiera enviarle un libro de recetas de nuestros afamados y estrellados cocineros, especialmente de los vizcainos, con fotos de San Juan de Gaztelugatxe y del Guggenheim de Bilbao, claro. Del que pretenden construir en Urdaibai, mejor ni comentarle, no vaya a ser que, con buen criterio, se muestre favorable a preservar el entorno.

Verdugo

El pasado jueves disertaba sobre la historia de la Guardia Municipal donostiarra para un distinguido auditorio (medio centenar de féminas y dos varones), de la veterana y donostiarra Asociación Cultural Eragin, en el salón de plenos de nuestra Casa Consistorial. Ese espacio del antiguo casino sigue imponiéndome respeto, a pesar de no ser, en absoluto, nuevo en tal plaza.

En mi repaso a los antecedentes de nuestros celadores, comentamos las actividades que se reservaban a los alguaciles, una de ellas la de pregonero, que llevaba aparejada la de ejecutor de la justicia, eufemismo para denominar al verdugo, y el vacío social que se hacía a tan honrado funcionario –inolvidable la película de Luis García Berlanga con el magistral Pepe Isbert–, incluso por los mismos capitulares que le contrataban. Al extremo de que Martín de Azpeitia, hacia 1490, aceptó el oficio de pregonero de la villa de San Sebastián con la condición expresa de que no se le obligara a ejercer de verdugo.

La falta de tales profesionales llegó a un punto que en las Juntas Generales celebradas en San Sebastián en 1524 se acordó la adquisición de uno. Tarea que tampoco resultó fácil, porque se pretendía, todos saben lo exigentes que somos los donostiarras, fuera lo mejor en su clase, sin reparar en el precio. Un especialista en azotar a los condenados y, sobre todo, en la tarea de expedir billetes de ida al otro barrio. Un experto maestro charcutero para la rápida fabricación de fiambres humanos. Una década transcurriría en la búsqueda de este mirlo blanco, sin éxito. Finalmente se comisionó a Juan Sáenz de Aramburu para hacer un viaje a Sevilla y comprar allí un esclavo negro para tales menesteres. Al parecer era el mercado de referencia, como fueron en tiempos, Torrelavega, Talavera o Tolosa, en plan más modesto, para el ganado vacuno.

Regresó el comisionado de la capital hispalense con un individuo negro y hercúleo, más feo que el famoso zapatero granadino Picio. Cuentan las crónicas que despertó el temor entre los concejiles de que los reos murieran atemorizados, antes que él llegara a tocarlos con sus manos. Los donostiarras siempre hemos sido un poco chinchorreros. Por defecto o por exceso, nunca estamos conformes con las decisiones administrativas.

No duró mucho; parece que no se adaptó a nuestra climatología, costumbres, paisanaje, gastronomía o, tal vez, al precio de los pintxos, porque en 1533 ya hay constancia de otro verdugo, Juan de Génova, que trabajaba como autónomo para distintas localidades guipuzcoanas.

Hace años, en la sala de recepciones de la Casa Consistorial donostiarra, se exhibía en una vitrina, entre otros cachivaches, una pluma negra, como correspondía, con su plumilla plateada, similar a aquellas que usábamos de chavales para la caligrafía, con una indicación que decía que fue utilizada por Amadeo de Saboya para firmar el decreto de abolición de la esclavitud en España.

Últimamente ya no estaba, seguramente porque alguien advirtió del escaso rigor histórico de tal afirmación. La Ley Moret, muy contestada por amplios sectores de la población, especialmente en las colonias americanas, que disponía el fin de la esclavitud, data de 1870, pero el proceso culminaría en 1886 en Cuba y el efímero saboyano reinó desde enero de 1871 hasta el 11 de febrero de 1873, dando paso a la I República, que pudo haber sido y, lamentablemente, no fue.

Hoy domingo

Espárragos de Olite. Ensalada ilustrada de tomate. Tortilla de anchoas. Cerezas. Tinto Luis R de Lanciego. Agua del Añarbe. Café. Petit fours de Gasand, mi pâtisserie de confianza, frente a los cines del Antiguo.