a sensación actual de ocaso del neoliberalismo se parece en muchos aspectos a la situación que se vivía hace un siglo. Entonces, la obcecación de los dirigentes políticos y las oligarquías económicas de los piases desarrollados en aplicar las inútiles recetas liberales para resolver los problemas de la crisis posterior a la Primera Guerra Mundial, dio paso a un cambio radical de registro político, con el auge del autoritarismo de estado y el totalitarismo en Europa y Japón, y a la aplicación de distintas modalidades de planificación estatal de la economía en todos los países.

La Unión Europea vuelve a ser ahora el centro del neonato liberalismo fin de siècle, y así oímos con pesadumbre al presidente Macron afirmar que si Europa no está en la vanguardia de la producción de aplicaciones móviles es porque no tiene un mercado como el de Estados Unidos o el de China. No se da cuenta que el mercado europeo existe, pero este, a diferencia de los países mencionados, está compuesto por una masa de consumidores que hablan una treintena de idiomas diferentes. Y para las tecnologías de la comunicación, una torre de babel no es un buen banco de pruebas y por tanto sí es una condición de fracaso competitivo. No es mediante el mercado que la UE puede mejorar su posición en el ámbito de las apps y otras tecnologías digitales, sino precisamente embridando el mercado, estableciendo reglas y obligaciones que limiten la explotación del mercado europeo lingüísticamente segmentado por tecnologías desarrolladas en mercados de lenguas unificadas como el estadounidense, o el chino.

No se entiende por qué los dirigentes europeos no sacan las consecuencias de las principales historias de éxito de las que disponen, como la política agraria común, que ha permitido convertir a la UE en una potencia agrícola a base de pequeños y medianos productores, es decir con un escaso aprovechamiento de las economías de escala que tienen otros grandes productores, precisamente limitando la acción del mercado (el éxito de la PAC se logró con precios de referencia, precios mínimos de importación, garantías de compra a precios de intervención... es decir, planificado la agricultura). O en otra escala, la red de satélites Galileo. Ante el boicot estadounidense que impidió a las grandes empresas europeas participar en la construcción de los satélites europeos, con la amenaza de perder el acceso al mercado norteamericano, fue la iniciativa pública la que logró culminar con éxito la creación de una red de satélites europeos.

Con todo, la percepción de la realidad no está completamente obnubilada por la ideología del todo mercado. En noviembre del año pasado la UE decidió revisar las reglas sobre ayudas de estado, que tantos quebraderos de cabeza y multas ha dado a las diputaciones forales, aunque sea de forma limitada. Se han inventado una nueva categoría de proyectos empresariales a los que denominan "proyectos importantes de interés común europeo" (Ipcei por sus siglas en inglés), que se sumarían a la industria militar como actividades susceptibles de recibir importantes inyecciones de dinero público para construir nuevas capacidades productivas, reestructurar empresas, desarrollo de proyectos tecnológicos, financiación de capital riesgo, ayudas para descontaminación y protección ambiental...

La posibilidad de considerar proyectos estratégicos es en principio amplia, pues la CE apunta como posibles campos el desarrollo de nuevas actividades y productos vinculados al "Pacto Verde Europeo, la Estrategia Digital, la Década Digital y la Estrategia Europea de Datos, la nueva Estrategia industrial para Europa y su actualización, Next Generation EU, la Unión Europea de la Salud, el nuevo Espacio Europeo de Investigación para la investigación y la innovación, el nuevo Plan de acción para la economía circular o el objetivo de la Unión de alcanzar la neutralidad climática en 2050".

Sin embargo, por ahora, la única actividad que recibe esta denominación de Ipcei, y que por tanto es susceptible de recibir financiación pública en gran escala, es la cadena de valor de las baterías, pues los otros proyectos que señala la Comisión Europea, la financiación en 2018 con 1.750 millones de euros de la industria microelectrónica de Francia, Alemania, Italia y Gran Bretaña, o la aprobación de la creación de una empresa pública danesa en 2020 para explotar una nueva conexión ferroviaria entre Dinamarca y Alemania responden a la I+D y al desarrollo de infraestructuras que ya tienen un tratamiento específico que las sitúa fuera de la prohibición de ayudas públicas.

A nadie se le escapa que hay en marcha una carrera mundial por lograr la mejora de los sistemas de almacenamiento de energía electricidad, y que de los avances en este campo depende gran parte del proyecto de descarbonización de la producción de energía. Inicialmente la Comisión Europea autorizó una inversión de 3.200 millones de euros en el desarrollo de baterías en un proyecto en el que participaban sobre todo empresas alemanas (BASF, BMWE Varta) pero también algunas de Francia (Solvay), Italia (Endurance), Suecia (SEEL), Finlandia y Polonia.

A principios de 2021 se amplió el paquete de ayudas públicas, con 2.900 millones de euros extra, y la incorporación de otros países, como Austria, Grecia, Eslovaquia y España.

Algunos países, en particular Alemania e Italia, aprovecharon para incorporar otras empresas de la cadena de valor de las baterías en el proyecto, siempre lideradas por las que participaron en la primera inversión. Francia y Suecia redujeron su participación en un proyecto que lideran los alemanes e italianos. Se puede suponer diferentes estrategias empresariales y de país que así lo recomendaban. Pero lo que llama la atención es la incorporación de empresas españolas.

La presencia española se limita a una microempresa gallega fabricante de vehículos eléctricos y una pequeña empresa de fabricación de polvo de silicio para paneles voltaicos propiedad de Villar Mir, el dueño de OHL. Las principales productoras de baterías en España (la vasca Cegasa, Tudor, Amopack) no participan. La de mayor dimensión es la alemana Clarios (Varta, Óptima) que ya lo hace desde su sede corporativa. En el caso español, a diferencia de lo que se puede pensar de la participación francesa o sueca, es dudoso que exista una estrategia empresarial bien diseñada detrás de esta parca presencia empresarial. ¿Ha existido una política de transparencia y de información clara y a tiempo a las empresas? ¿Tiene claro el Gobierno español cual tiene que ser la estrategia de desarrollo productivo en este sector clave para la automoción, principal rama de la industria del país? ¿Existe un problema de control germano sobre la estrategia de desarrollo de la cadena de valor de las baterías, que aleja la participación de las empresas españolas? No lo sabemos. Sobre estas cosas tan importantes, es poca la información pública publicada disponible.

Pero más allá de la presencia o ausencia española en este asunto, hay un problema político de mayor alcance que no sabemos si se va a repetir en futuros Ipcei, y es que en este caso, dejando en manos del capital privado el uso de fondos públicos, sin valorar la importancia de desarrollar un sector productivo público supraestatal, el resultado final, aparte del aprovechamiento privado de recursos públicos, probablemente se parezca al de las extintas plataformas tecnológicas que según la estrategia de Lisboa iban a colocar a la investigación europea a la cabeza de la investigación mundial. Nada con gaseosa. Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV