ista la cosa con perspectiva, la situación de la demografía no solo debiera preocupar al papa, siempre tan fino a la hora de detectar los principales problemas de la humanidad, sino a todos nosotros. Si el papa lo dice, es porque conoce el paño. Basta con pensar en la edad media del clero en activo en Bizkaia, por ejemplo, que supera con creces la edad legal de jubilación, para entender que el problema demográfico ya es una realidad actuante en nuestro entorno más inmediato. La edad media en España es hoy de 43 años y la mitad de la población tiene más de 44 años. En Euskadi la cosa es aún más grave, con 45 de media y una mediana que se sitúa en los 47 años.

Todavía no hay mucha conciencia social de todas las dimensiones del problema, porque justamente ahora es cuando se hace presente en el mercado de trabajo la mayor cohorte de personas en edad de trabajar. En 2010 se alcanzó el pico de personas en esta situación, con 32 millones de personas entre los 15 y 65 años. Y aunque diez años después se ha perdido un millón y medio de personas en esa franja de edad, sigue siendo el mayor volumen de trabajadores potenciales de la historia. Y a mayor número de trabajadores potenciales, mayor es el volumen de producción alcanzable para satisfacer las necesidades de la población.

Además, en las décadas finales del siglo XX se destruyó el salario familiar, sustituido por el salario individual, que obligó a millones de mujeres a incorporarse al mercado, y en las primeras décadas del siglo se importaron cerca de cinco millones de trabajadores del extranjero. El término importación es el más apropiado, porque la llegada masiva de migrantes, salvo en las circunstancias de una catástrofe política o social, siempre ocurre como respuesta a un llamado del capital; los flujos masivos de migrantes siempre están subordinados a las necesidades de mano de obra del mercado al que arriban y fluctúan en razón de este, más que por la necesidad de los migrantes de mejorar sus condiciones de vida.

Pero esa bonanza demográfica se va a eclipsar con rapidez. Los cálculos más optimistas de las Naciones Unidas estiman que en 2040 habrá en España menos población en edad legal de trabajar que en 1990, es decir, que el producto potencial se reducirá al de medio siglo atrás, más los incrementos de productividad obtenidos entre esos años.

El problema estriba en que si la parte de los no productores o no ocupados se compone cada vez más de ancianos o trabajadores del pasado -los tres millones de ancianos de más de 75 años de hace 20 años (siete de cada 100 personas) son hoy cinco millones (diez de cada 100) y serán cerca de ocho millones dentro de otros 20, cuando serán uno de cada cinco habitantes del país- esto quiere decir que la población se compone cada vez menos de niños, es decir de trabajadores del futuro: los 6,5 millones de niños hoy son el doble de los que habrá en el país dentro de 20 años.

No es que los ancianos sean más caros de mantener que los niños o los adultos, al contrario, los mayores costes sanitarios de los primeros se compensan con creces con los menores costes educativos, en vivienda o en transporte, vestido y otros consumos de los que los ancianos hacen mucho menor uso que la gente de menos edad. El problema es que no hay suficientes trabajadores de recambio, para cuando se jubilen las generaciones de trabajadores que actualmente están dedicados a producir los bienes y servicios que todos consumimos.

El argumento de que siempre se pueden importar los trabajadores que no se producen no vale, cuando el problema demográfico afecta a la mayor parte de los países en los que se concentran hoy las actividades de producción. En su conjunto, Europa tendrá en 2050 unos 16 millones de niños menos que ahora, 45 millones de ancianos más y 77 millones de personas menos en edad legal (actual) de trabajar. En China, la baja natalidad reducirá los niños en 56 millones, la mejora de la salud y la sanidad aumentará los ancianos de más de 75 años en 145 millones, y la población que puede dedicarse a producir para alimentar a los 1.400 millones de chinos se reducirá en 175 millones. Entre las regiones desarrolladas, solo Norteamérica tiene unas perspectivas demográficas algo mejores: 28 millones de ancianos más, pero también 2,5 millones más de niños y 20 millones más de personas entre 15 y 65 años. Algo que Estados Unidos, por cierto, está intentando convertir en arma geoestratégica.

De modo que lo de ampliar la edad legal para trabajar no es una ocurrencia de un ministro en una noche de insomnio, sino una necesidad objetiva de las condiciones demográficas de las próximas décadas. Es más, incluso ampliando a 70 años la edad máxima legal para trabajar, en 2050 seguirá habiendo dos millones de personas menos que hoy como trabajadores potenciales, activos o no.

El argumento que indica que el aumento de la productividad permite mantener las prestaciones a una población jubilada que crece respecto a la población que produce las rentas que aquellos cobran no es muy acertado, porque a medida que aumenta la productividad del trabajo también aumentan las necesidades, tanto en cantidad como en calidad, que hay que satisfacer para que la población viva lo que se considera en cada momento como una vida digna. Eso sí, la reducción de la jornada laboral, algo dejada de lado en el siglo XX, volverá a ser, como en el XIX, un tema de gran actualidad en los próximos años; la prolongación de la vida laboral requiere que la salud de la población mejore sustancialmente en los tramos de edad que pasarán de ser hoy edad de jubilación a edad activa mañana. Y para ello, hace falta una sustancial reducción de la jornada laboral, a 25-30 horas semanales, pues cuanto más prolongada es la jornada de trabajo más rápidamente se deteriora la salud física y psíquica de los trabajadores, en mayor o menor grado según que trabajen en la mina, en la construcción, en una oficina, etc.

Con todo, el problema económico no es tanto el envejecimiento de la población. A fin de cuentas, la carga de la dependencia es hoy menor que en los años 80, cuando cada trabajador tenía que producir lo necesario para mantenerse él y otras 2,2 personas más, cuando hoy la producción de cada ocupado solo tiene que mantener al propio trabajador y a 1,5 personas más, entre niños, parados, inactivos y ancianos. La desaparición de la población infantil, su posible reducción en 2050 a menos de la mitad de los que hay hoy, genera necesariamente un estado de melancolía social de consecuencias psíquicas y espirituales aún no evaluadas. Mientras hay niños, hay esperanza, pues son los jóvenes, los que tienen una vida por delate, los que movilizan las energías sociales y promueven los cambios estructurales. Una población envejecida, aunque sea capaz de alimentarse y sobrevivir, se encuentra en un estado vegetativo y de estancamiento social desmoralizante.

En la rueda de prensa, el papa Francis señalaba que de eso también había hablado con las autoridades húngaras: "Y ahí el presidente, siempre el presidente, me explicó la ley que ellos tienen para ayudar a las parejas jóvenes a casarse, a tener hijos. Es interesante, es una ley bastante similar a la de Francia, pero más desarrollada, por eso los franceses no tienen el drama que tiene España hoy..."

El invierno demográfico es invierno no por la manida insostenibilidad de las pensiones o de la producción, sino por la ausencia del calor de los niños. Si España hiciera un esfuerzo equivalente al de Francia en materia de apoyo a la natalidad y las familias, habría que invertir 40 mil millones de euros al año, una cantidad sustancialmente mayor que los quince mil millones que se dedicaron el año pasado a estos menesteres.

En Euskadi, la cantidad que habría que dedicar para tener una evolución demográfica sostenible es al menos de dos mil millones de euros anuales, una cifra que no está ni se la espera en los próximos presupuestos. Si no se hace pronto un giro radical en este asunto, lo lamentaremos todos los que estemos por aquí dentro de un par de décadas. Profesor de Economía Aplicada (UPV/EHU)