l igual que en la década de 1970, Nueva York se enfrenta hoy a un desafío abrumador en el que la antigua forma de gobernar y organizar la vida de la ciudad ya no parece viable, pero no está claro cuál será la nueva.

Durante gran parte del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, Nueva York tuvo un gobierno local ambicioso. Se encargaba de dirigir un sistema gratuito de educación superior (y agregó nuevos campus durante las décadas de 1950 y 1960), un departamento de salud pública en expansión y más de 20 hospitales públicos. Los líderes de la ciudad creían en la idea de que el gobierno local podría desempeñar un papel importante en la construcción de una ciudad abierta a todos.

La crisis fiscal de la década de 1970 puso fin a estas políticas. A medida que la ciudad cayó en una recesión económica, que surgió en parte como resultado de las tendencias y políticas nacionales con orígenes alejados de los cinco condados que forman la ciudad, ya no pudo generar los ingresos que necesitaba para sostener al sector público.

La ciudad pidió ayuda al gobierno federal. Gerald Ford respondió con una frase que se hizo tristemente famosa: “Drop dead” (cáete muerta). La bancarrota parecía probable.

Solo se evitó cuando el gobierno de la ciudad acordó realizar fuertes recortes presupuestarios para obtener ayuda federal. Decenas de miles de trabajadores de la ciudad fueron despedidos, el tamaño de las clases en las escuelas aumentó, los hospitales públicos cerraron, el mantenimiento rutinario de las instalaciones públicas se detuvo. La universidad de la ciudad (City University of New York) comenzó a cobrar matrículas por primera vez.

Hoy, Nueva York ha podido evitar una crisis fiscal por razones que van más allá de la disponibilidad de ayuda federal. Principalmente debido a que la economía de la ciudad estaba en mejor forma antes de la pandemia que en la década de 1970.

Pero la mayor diferencia entre entonces y ahora es política. Después de la crisis fiscal, muchos de los líderes políticos y económicos de la ciudad insistieron en que la salud presupuestaria dependía de encontrar más formas de llegar a las empresas, mientras renunciaban a su antiguo énfasis en las necesidades de los neoyorquinos pobres y de clase trabajadora.

Como dijo el banquero de inversiones y líder de la ciudad Felix Rohatyn, “las empresas deben ser apoyadas y no solo toleradas”. A fines de la década de 1970, este enfoque de la gobernanza de la ciudad llevó a Nueva York a ofrecer reducciones de impuestos, por ejemplo, a Donald Trump (y Hyatt Corporation) por valor de cientos de millones de dólares para reconstruir el hotel Commodore cerca de Grand Central Terminal, en Midtown Manhattan.

Eran los comienzos del neoliberalismo, la misma ideología que, hace muy pocos años, ha justificado los miles de millones gastados en el complejo Hudson Yards, el megaproyecto más reciente y ambicioso construido en Manhattan.

La idea de que la ciudad debe atraer a los ricos también ha dado forma a la política de maneras más sutiles. Por ejemplo, el programa para niños superdotados y con grandes talentos de Nueva York -ejemplo para el mundo y una joya en una ciudad que ensalza el mérito y cuida la educación, y acostumbrada a tener entre sus conciudadanos a muchos premios Nobel y muchas otras personalidades- fue cambiando su enfoque y hoy parece diseñado para ayudar desproporcionadamente a familias (muchas de origen blanco y asiático) que de otro modo podrían pagarse escuelas privadas en la ciudad o en los suburbios.

La estrategia policial de “stop and frisk” (“parar y registrar”, que un juez federal dictaminó como racialmente discriminatoria en 2013) ha estado primando la comodidad de los turistas y neoyorquinos adinerados sobre los derechos civiles de los jóvenes negros e hispanos.

Pero todo este entramado de políticas derivadas de la mentalidad neoliberal está siendo cuestionado. La experiencia de la pandemia ha puesto en tela de juicio, por ejemplo, el antiguo consenso de que las políticas urbanas deben tener como prioridad la retención de empresas y la atracción de millonarios.

Como resultado, la Legislatura del Estado (con sede en Albany) ha aumentado los impuestos a los millonarios, lo que ha ayudado a que la ciudad obtenga los fondos para las escuelas que el Gobierno del exgobernador Cuomo prometió durante mucho tiempo.

La ciudad también prevé usar parte del dinero federal que ha recibido como ayuda por la pandemia para aumentar el gasto en iniciativas que afectarán especialmente a las personas de clase trabajadora, clase media o a los pobres, como son mejoras en la salud pública y la educación infantil.

Las finanzas de Nueva York, a pesar de las ayudas públicas recientes, siguen en riesgo de una posible crisis fiscal; los impuestos sobre las ventas y los impuestos a los hoteles han bajado, aunque los impuestos sobre la renta de las personas físicas han subido, impulsados por el mercado de valores y también por los estímulos federales.

Los fondos federales que han apoyado la recuperación no van a durar mucho tiempo, lo que plantea la cuestión de cómo se pagarán en el futuro los programas que esos fondos financian hoy. Las propias predicciones de la ciudad pronostican déficits presupuestarios en unos pocos años, aunque estos podrían desaparecer si se reanuda el crecimiento. La Oficina Independiente del Presupuesto (ajena al gobierno) sugiere que las brechas son manejables.

Un nuevo alcalde, probablemente el demócrata Eric Adams (las elecciones serán el 2 de noviembre próximo), se hará cargo de una ciudad donde los términos del debate político están cambiando rápidamente y en la que cada vez más neoyorquinos se preguntan qué pueden esperar de su gobierno local. Tras la pandemia, ¿es posible construir una Nueva York más justa e igualitaria?

Tras la casi bancarrota de la década de 1970, la ciudad se apartó de sus antiguas tradiciones de justicia social y abrazó el neoliberalismo. Hoy, podríamos aprender un conjunto diferente de lecciones, esta vez en el ejemplo de los neoyorquinos que han dormido en estaciones de bomberos y bibliotecas para mantenerlas abiertas.

Una ciudad pertenece a aquellos que están dispuestos a luchar por ella, cuyas vidas y cuyo trabajo la hacen funcionar. Las posibles contribuciones de los especuladores y otros grupos que la ven como valor de cambio siempre han quedado supeditadas al beneficio que puedan obtener.

Tras el desastre neoliberal, resurge la esperanza en que la nueva gobernanza urbana promueva y desarrolle los fundamentos que permitan la primacía de la justicia social en la ciudad de Nueva York, y también en otras urbes de todo el mundo.

La gran diversidad de mentalidades y estilos de vida neoyorquinos, y la actitud radical de líderes y ciudadanos para afrontar retos y problemas, siempre ha sido fuente de innovación organizativa y socio-económica, de ruptura, vanguardia y cutting edge.

Este complejo laboratorio de la libertad responsable se enfrenta a un periodo de reinvención que habrá que observar con detenimiento porque de ahí pueden surgir nuevas formulaciones posibles para la buena gobernanza urbana del siglo XXI. United States Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts Institute of Technology, London School of Economics