uando Hitler invadió Polonia, algunos polacos cultivados de las clases altas intentaron acallar los inevitables temores de la ciudadanía. Dijeron que, pese a la aplastante derrota en el campo de batalla, tampoco era para tanto. Que los nazis, pese a su régimen dictatorial y a su propaganda racista, no dejaban de ser estrategas racionales, y que al final la ocupación del país sería algo transitorio y ordenado, como la presencia de las tropas alemanas en Bélgica durante la Guerra del 14.

La idea de que el invasor estuviese planeando liquidar la nación polaca, exterminar a sus clases dirigentes, asesinar a millones de judíos y trasladar a las hijas de la aristocracia a los burdeles de las SS, hubiera parecido un exceso de demagogia paranoico y de mal gusto.

Al fin y al cabo, durante los años de Entreguerras, el propio Hitler había demostrado cierto comedimiento en cuanto a sus reivindicaciones y cierta habilidad como estadista a la hora de sacudirse de encima las imposiciones del tratado de Versalles. Además, el gobierno polaco tampoco estaba libre de culpa, por sus anteriores intrigas y malabares diplomáticos entre la Alemania nazi y la Rusia soviética. Por tanto, lo que tocaba era esperar con tranquilidad y no ponerse nerviosos. Al final, el tiempo, la razón de estado y el sentido común se encargarían de poner las cosas en su sitio.

La cruda realidad inmediatamente posterior puso un abrupto final a aquella exhibición de diletantismo burgués en los cafés de Varsovia. Los intelectuales polacos tenían disculpa porque era la primera vez que sucedía algo así y no había precedentes que hicieran esperar un comportamiento tan brutal por parte de una nación civilizada como Alemania. Cuando nos timan por primera vez, la culpa es del delincuente. Pero al estar avisados, nosotros mismos somos responsables de cualquier engaño que venga después. En el siglo XXI deberíamos estar prevenidos no solamente contra cualquier intento de racionalizar la barbarie -ese tic involuntario de tanto influencer buenista al descubrir que su visión del mundo no se adapta a una realidad dominada por la estupidez de las masas y el cinismo de las élites-, sino también contra conatos intencionados de difundir discursos edulcorados y falaces para fines que no se dejan ver con tanta claridad como el perjuicio que con los mismos se inflige a la opinión pública.

Desde diversas plataformas se están difundiendo memes, consignas y artículos periodísticos que, además de criticar a Estados Unidos y otros países que apoyaron la ocupación de Afganistán -posición por otro lado totalmente legítima, en aras de esa libertad de prensa que constituye uno de los principios básicos de nuestro Estado de Derecho-, llegan al extremo de ensalzar a los talibanes como ejemplo de virtudes políticas de todo tipo: capacidad de gobierno, honestidad en la gestión, talento diplomático e incluso, agárrense, sensibilidad en cuestiones de género y derechos de la mujer. Así, como lo leen. Les animo a que busquen en Google los artículos que una periodista británica llamada Yvonne Ridley publica en la página web de una asociación denominada Musulmanes contra la Islamofobia y verán que me quedo corto. En pocas palabras: la autora de esas columnas y el medio que las alberga exhortan al lector a confiar en las supuestas mejoras que el nuevo gobierno talibán traerá consigo para las mujeres afganas.

Yvonne Ridley dirigió en el Reino Unido un partido político denominado Respect (El Respeto). Como influencer debe su fama a haber sido hecha prisionera por los talibanes durante algunas semanas, con posterioridad a los atentados del 11 de septiembre y la invasión de Afganistán por las tropas de Estados Unidos en el otoño de 2001. Ridley fue bien tratada por los talibanes, y tras su liberación en la frontera pakistaní, comenzó a desarrollar una postura amistosa hacia el entorno fundamentalista afgano. Incluso se convirtió al islam. En la actualidad, Yvonne Ridley es una de las figuras más relevantes en esa extraña escena del feminismo occidental tolerante con la sharía y el uso forzado de velos, burkas y demás prendas diseñadas para reducir el papel de la mujer en las sociedades tradicionales del mundo musulmán. En España, su principal valedor y difusor de sus artículos traducidos al español es el inefable Ibrahim Miguel Ángel Pérez, también converso al islam y presidente de esa plataforma contra la islamofobia que antes citaba, y que, significativamente, también se presentó como candidato de En Comú, el partido de Ada Colau. En honor a la verdad, es preciso dejar claro que la alcaldesa de Barcelona no ha tardado ni un solo minuto en romper relaciones con una agrupación que expresa su apoyo político a los talibanes.

Todo esto -los artículos de Ridley, las salidas de tono de Ibrahim Miguel Ángel Pérez, los comentarios despistados de algún cargo importante del Estado y el desvarío de las plataformas feministas islámicas- suena tan de locos como la cruzada personal de Alejandro Cao de Benós en pro del régimen de Corea del Norte. Pero existe el peligro de que el relato de unos talibanes idealizados por la épica antiimperialista, por contraste con la estupidez y la incompetencia de los norteamericanos, se abra paso hasta la corriente principal de los medios, confundiendo a una parte de la ciudadanía en cuanto al tema de la integración de grupos extranjeros. Si no se tiene una visión clara de lo importantes que son los principios básicos del Estado de Derecho, laicismo, igualdad de géneros, tolerancia religiosa, se corre el riesgo de propiciar fenómenos de fragmentación en el cuerpo social, justo en el momento en que más interesa mantener la unidad institucional y la eficacia de nuestras estructuras gubernativas ante la llegada de una avalancha de inmigrantes como nunca antes se había conocido en la historia.

El relato de unos talibanes encantadoramente diplomáticos y respetuosos con los derechos de las mujeres (dentro de las leyes del islam, por supuesto) no es más que una elucubración buenista. Tomárselo en serio conduce al mismo escenario de bochorno que la imagen de Hitler sobre la portada de la revista Time como hombre del año 1938 y el fiasco de los profesores polacos. Si hay algo que en Euskadi sabemos bien, es que las culturas guerreras no producen frutos progresistas.