omo bien sabe todo guionista, producir perfiles de villano para series de televisión es un proceso complejo. Las psicologías planas -malo maloso al 100% frente al bueno firme como una roca y dechado de virtudes democráticas- se extinguieron al terminar la era dorada del cine mudo en Hollywood, hace casi un siglo. Hoy los personajes están trabajados para moverse en situaciones complejas con personalidades contradictorias, con sus debilidades humanas y sus claroscuros morales. La ambigüedad manda en la ficción porque se supone que es así como funciona la vida real. Y sin embargo, a veces esa misma vida real nos sorprende con caracterizaciones mucho más bizarras que las que se le pudieran haber ocurrido a un guionista mediocre.

Veamos un ejemplo: varón de religión musulmana que deja su aldea de origen en Senegal para trasladarse a Calahorra, donde ejerce como imam de la comunidad islámica local. De tendencias extremistas, y habiendo estudiado en la Universidad de Medina (Arabia Saudí), nuestro personaje pronto se convierte en referente salafista de la región Norte-Rioja. Hace proselitismo y adoctrina a la juventud en su ideología radical. Realiza viajes por Europa para recaudar fondos destinados a la construcción de un centro islámico en Calahorra que permita amplificar la expansión del mensaje salafista con el propósito de radicalizar comunidades musulmanas en todo el norte de la península ibérica. Detesta a las mujeres, las considera inferiores -cristianas o musulmanas, da igual- y sostiene abiertamente que su lugar está en el hogar y el cuidado de los hijos. Exige a los padres que lleven a sus niños a la mezquita para memorizar el Corán y les quiten los teléfonos móviles. Incita al odio contra el infiel y fomenta la guerra santa, el victimismo y el rechazo contra todas las manifestaciones de la cultura occidental.

No contento con ello, aprueba los ataques contra los autores de las caricaturas publicadas en la revista Charlie Hebdo y aplaude al asesino que decapitó al profesor francés Samuel Paty. Con ello da a entender que está a favor de los atentados terroristas en defensa del islam. Por supuesto, no pierde ocasión de afirmar que la sharía o ley islámica está por encima del ordenamiento jurídico de los países de acogida.

Si yo fuese guionista, el productor de la película ya me habría despedido. Pero no se trata de un personaje, sino de un caso de la vida real. Y, por desgracia, nada difícil de encontrar en los tiempos que corren. Se llama Babacar Ndiaye. El 17 de febrero de este mismo año fue expulsado por el Gobierno español acusado de cargos que resultan fáciles de adivinar dado su historial como clérigo salafista y agitador de masas. El suceso reviste un significado importante de cara a la relación entre los colectivos de inmigrantes musulmanes y la sociedad occidental de acogida. Son varias las implicaciones que se derivan de esta medida gubernamental, apoyada sobre un trabajo coherente de inteligencia policial, labor de los jueces y resoluciones administrativas a varios niveles. La expulsión de agentes extremistas con un perfil tan marcado adquiere así el carácter de procedimiento estándar, asumible como referencia para el desarrollo de métodos de trabajo de probada eficacia y extensibles a un amplio entorno social.

En primer lugar, se crea jurisprudencia que sirve como base para proceder a la tramitación eficaz de futuros casos de subversión y falta de respeto a las leyes de nuestro ordenamiento jurídico y a los valores progresistas de la civilización europea, basados en el laicismo, la tolerancia y la igualdad de sexos. A la hora de defender a un clérigo extremista, los abogados lo tienen fácil por la ausencia de directrices claras en materia de extranjería y elementos radicales. La demagogia populista y el temor a las acusaciones de racismo o incorrección política tampoco ayudan. Echar buenos cimientos para que el fiscal pueda llevar a cabo su cometido, con un criterio profesional y centrado en normas con carácter firme, es un requisito imprescindible para que el estado de derecho funcione con seriedad y no se convierta en un show televisivo.

Asimismo, se transmite a la sociedad una señal clara: el poder público no transige con el radicalismo. Esto sirve para tranquilizar y dar seguridad tanto a la ciudadanía del país de acogida como a los propios colectivos inmigrantes, compuestos en su mayoría por gente a la que solo interesa vivir pacíficamente y ganarse la vida con honradez. Si los que están pensando en caldear ambientes con prédicas radicales perciben que existe una predisposición a la mano dura, se lo pensarán dos veces antes de imponer la sharía o reclutar jóvenes para el Estado Islámico. Los casos prácticos, como el de la expulsión del imam Ndiaye de Calahorra, demuestran que esta política de firmeza no se queda en mero postureo, sino que llegado el caso puede convertirse en una realidad tan dura y expeditiva como lo requiera el carácter urgente de la situación. Al César le será entregado lo que es del César y a Alá lo que es de Alá, y a nadie le dolerán prendas. A los elementos antisociales no los echa nadie: en realidad, ya se han expulsado a sí mismos.

Todo esto sucede a las puertas de Euskadi. Al igual que La Rioja, zona donde reside un número considerable de temporeros y trabajadores agrícolas, a este lado del árbol Malato existe una extensa comunidad de inmigrantes musulmanes. Pese a que nuestra sociedad es, a todos los efectos, totalmente laica desde hace mucho, el reto que se plantea, en lo social y cultural, es de una magnitud tan grande que resulta inevitable prestar atención a todo lo que sucede en el ámbito de las creencias espirituales y el modo en que las mismas influyen en la vida cotidiana y la convivencia de y con quienes las profesan. Dejarlo todo a la deriva de un multiculturalismo banal y sin compromiso es irresponsable. A la larga solo genera desorden. Por el contrario prestar atención, participar, interesarse, apoyar procesos no solo es deber de la ciudadanía. Estamos hablando de una labor productiva en la que la clase política y los poderes públicos han de aportar liderazgo y profesionalidad. La firmeza en el trato con los radicales forma parte de esa obligada contribución institucional.