a decisión de la Administración Trump de iniciar un repliegue de sus unidades militares en el exterior, a pesar de las voces contrarias, tal vez fuera la única política coherente afín al espíritu americano que adoptó el presidente saliente (esto es, no inmiscuirse en conflictos que no les incumben o que no puede ganar colocando la varita mágica de la libertad). Porque la nueva Administración Biden ha decidido seguir sus mismos pasos. Las cuentas no salen, al menos, en Afganistán, demasiadas bajas y un coste elevado para unos resultados paupérrimos no hacen sino valorar de forma negativa una intervención que ya no tiene unos objetivos definidos.

Tras la intervención de EEUU, en aquel lejano diciembre de 2001, ha llovido mucho y no parece que se haya logrado demasiado, a pesar de la inclinación del expresidente Bush a proclamar victorias tan endebles como falsas. Pero hay que entender bien que el territorio afgano representa como ningún otro un estado fallido, donde los talibanes, esos infames enemigos, hoy, son con los que se negocia para intentar establecer un modus vivendi complicado, difícil o, tal vez, imposible, entre los distintos y levantiscos grupos afganos frente a la amenaza latente del Estado Islámico. El problema es que esta inapelable decisión presidencial, después de muchas misiones y despliegues, afecta también a las unidades desplegadas por la OTAN (10.000 soldados, entre ellos 2.500 norteamericanos), un contingente que más que pacificar lo que ha buscado es consolidar las endebles instituciones afganas para que no vuelvan a caer en el caos y en la confusión. Lo difícil, en la actualidad, está siendo evaluar en qué medida tales unidades están contribuyendo a lograr colocar un suelo firme bajo los pies de la democracia afgana o no, y si sería conveniente ser pacientes y prolongar unas décadas más su misión. O si, como es el caso, una retirada precipitada podría acarrear un serio quebranto y desandar todo el camino realizado hasta aquí. Lo cierto es que, considerando la historia de Afganistán, cabría indicar si no habría sido más útil configurar un modelo diferente al estatal, a tenor de que está claro que un territorio en el que la diversidad étnica y tribal supone que cualquier grupo que ostente el poder central será una amenaza para el resto de grupo y eso derivará en que se resistan, como ha sido este devenir, a acatar cualquier sistema de gobierno. Allí habla la ley del más fuerte y la supervivencia, pero también, en caso extremo, el temor es que estas actitudes deriven en una confrontación más brutal que las precedentes buscando la eliminación total del contrario.

El balance arrojado estos años no es muy halagüeño. Actualmente, la violencia sigue campando a sus anchas; en 2021, según la ONU, se incrementó el número de víctimas un 21% respecto al año anterior, con un total de 1.783 víctimas civiles. En suma, seis muertes al día. Pues está claro que la derrota talibán no fue, ni mucho menos, definitiva, recuperando una parte importante de su influencia en aquellos territorios pastunes. Su fuerza es tal que allí el estado afgano no es capaz de penetrar. En las últimas elecciones, sin ir más lejos, las urnas brillaron por su ausencia. Sin embargo, hablar de batallas o de guerras perdidas en un contexto como este es caer en una simplificación. Toda confrontación sea cual sea el resultado inicial es efímera, donde no determinan, como en la Antigüedad, el signo de los tiempos, sino que hay que ser tenaz.

El sentir de la guerra no se extingue de manera definitiva hasta que se logra instaurar una conciencia ciudadana plena. Europa, después de todo, es el más claro ejemplo de ello. Claro que la salida de las unidades de la OTAN podría traer consigo el repetir una conocida historia, como la acaecida tras la salida de los soviéticos, en 1991. Afganistán se convirtió en un estado de nombre, en el que los distintos señores de la guerra pugnaron entre sí por la toma de Kabul, epicentro del poder político, y que posibilitó la irrupción de los talibanes desde las madrazas de Pakistán con una fuerza inusitada. Jóvenes integristas avanzaron sin temor imponiendo un fiero dogmatismo, instaurando un Emirato. Tras el 11-S, la Casa Blanca lo puso en primer lugar en su lista negra, pues el mulá Omar, el líder religioso de los talibanes, había acogido a Osama Bin Laden y su grupo de Al-Qaeda como si fuese su santuario. Fue entonces cuando el Pentágono envió a sus fuerzas especiales que, apoyadas por las milicias locales antitalibanes de la Alianza del Norte, liberó el país de una forma rauda, salvo en Kunduz, no hubo seria resistencia. Las milicias talibanes sabían que no podían enfrentarse a un enemigo con una inmensa capacidad de fuego y se disolvieron, pero sin desaparecer del todo, seguían ahí, armadas, refugiadas en sus territorios afines, dejando las zonas de los tayikos, hazaras o uzbecos. Pero, en la actualidad, han ido recuperado su influencia paso a paso, con terca resolución y paciencia, y vuelven a controlar amplias zonas donde imponer su ley, atacando toda modernidad y acallando toda disidencia.

El futuro juzgará quién estaba acertado o no en su decisión, pero todo apunta a que es un clamoroso error la retirada. Llamará, eso sí, la atención a las futuras generaciones películas como 12 valientes (2018), donde un grupo de soldados americanos a caballo es capaz de acabar con toda una columna talibán, demostrando que ellos pueden con cualquier enemigo; o Leones por corderos (2007), donde se presenta a una generación de jóvenes americanos marcados por la implicación en la lucha contra el terrorismo; o El único superviviente (2015), donde una unidad SEAL es destruida por los talibanes, y solo se salva uno de sus integrantes, gracias a la ayuda de una familia afgana. Está claro que estas realizaciones fílmicas componen el fresco de una historia de irrelevantes victorias y amargo heroísmo, sobre la que EEUU quiere pasar página, como hizo con Vietnam, de forma innoble abandonando totalmente a los vietnamitas del sur a su suerte, como harán ahora con los afganos frente a los talibanes.

Doctor en Historia Contemporánea