a opinión científico-social contemporánea establece con claridad una relación directa entre la evolución de la globalización, su impacto y el surgimiento de los populismos en diversos lugares del planeta.

Según Dani Rodrik, el auge del populismo en los últimos tiempos es una respuesta a las dislocaciones económicas y al profundo sentimiento de injusticia que las comunidades más afectadas han sentido en las etapas más recientes de la globalización, ya sea por la apertura comercial o la integración financiera mundial y las crisis que la acompañan.

La sensación de pérdida de empleos en Occidente debido a la competencia de países de todo el mundo donde las leyes laborales, ambientales y de seguridad no son tan respetadas genera un profundo resentimiento contra los llamados intereses de las élites que se benefician.

Ello ha hecho de la globalización un foco particular de agravio, incluso en comparación con otras fuerzas como el cambio tecnológico y la competencia interna que pueden tener un mayor impacto en los salarios y el empleo.

Lo que une a los llamados “perdedores de la globalización” es su ira: la sensación de que la globalización ha desatado una pérdida de autonomía sobre la política económica a nivel nacional y ha sacrificado el empleo y los salarios en el proceso.

Es la frustración de que a medida que se ha perdido el control sobre todo, desde el capital hasta la política industrial, la desigualdad ha aumentado y la seguridad económica se ha visto amenazada.

Esas quejas no necesariamente tienen la misma forma. En América Latina, donde el comercio, la inversión extranjera y las crisis financieras han causado grandes dislocaciones, el populismo ha sido de la variedad de izquierda. Eso significa apuntar a instituciones como el FMI. En el sur de Europa, arremeter contra el euro, Bruselas o Alemania.

Por otro lado, en Europa algunas personas temen, entre otras cosas, que la inmigración se aproveche del generoso sistema de bienestar. Y han respondido con un populismo de derecha etno-nacionalista con tintes anti-inmigrantes. Hay, como sabemos, variedades populistas de izquierda y derecha tanto en Europa como en Estados Unidos.

La globalización ha tenido efectos muy positivos en la expansión de oportunidades para exportadores, inversores, empresas multinacionales y otros actores involucrados en el comercio internacional. Ha fomentado el crecimiento y ayudado a reducir la desigualdad en al menos algunos países más pobres.

Pero es importante evitar que tomen forma las peores expresiones del populismo, incluidas las que erosionarían aún más la democracia liberal y la economía mundial abierta. Para que eso suceda tiene que haber algún movimiento, que se plantea ya como “glocalización”, hacia una mayor autonomía nacional sobre los asuntos económicos.

Una de las dificultades para precisar el argumento es la vaguedad de términos como “populismo” y “globalización”, y la forma laxa en que se utilizan en el discurso político. Por otro lado, es necesario tener en cuenta los contextos políticos e históricos, puesto que la globalización y el populismo significan cosas diferentes en diferentes periodos y áreas geográficas.

No son fenómenos únicos y uniformes, sino que hay muchas “globalizaciones” y muchos “populismos”, como ya defendían en 2002 Berger y Huntington. Un contexto crucial para comprender la interrelación contemporánea entre estos términos es el colapso financiero de 2008 y sus secuelas de un relativo fracaso económico.

Y también, naturalmente, la situación actual de pandemia, aunque aún no comprendemos con claridad sus consecuencias en la evolución de la globalización y el populismo.

“Populismo” no es un término muy preciso, al menos en la forma en que se usa a menudo en los medios de comunicación y el discurso político. Se ha atribuido a partidos de derecha e izquierda, así como a políticos individuales.

El término es vago porque hay un elemento inherentemente “populista” en las democracias modernas. La legitimidad de la democracia moderna depende de su capacidad para apelar a los valores de los votantes, sus identidades o sus intereses materiales y, a menudo, los tres.

Toda política democrática es “populista” en este sentido, pero para caracterizarse como un partido o político populista se deben cumplir criterios adicionales. Los populistas se distinguen de otros políticos porque son antisistema.

Por lo general, contraponen “el pueblo” a “la élite” y culpan a la élite de todos los problemas, el sufrimiento y la opresión del pueblo. Las élites, en el discurso populista, son corruptas, no escuchan, están aisladas de la gente y ya no representan sus preocupaciones ni sus intereses. Tales discursos populistas florecen en regímenes autoritarios, a menudo de forma encubierta.

Pero también son una característica inherente de las democracias. Los partidos populistas en las democracias son partidos naturales de oposición, a veces de oposición permanente. Surgen problemas si llegan al poder. Como partidos antisistema, se dedican a derrocar o al menos reformar radicalmente el sistema, desplazando a las élites existentes y rehaciendo el estado y su relación con el pueblo.

Sus seguidores no esperan que se conviertan en parte de la élite misma tan pronto como obtengan el poder. Si no son absorbidos por la élite existente y el estado profundo, deben convertirse en el nuevo establishment, lo que generalmente significa moverse en una dirección autoritaria, restringiendo la democracia, como, por ejemplo, en Turquía, Polonia y Hungría.

La victoria de Donald Trump en 2016 fue el avance más importante realizado por los populistas nacionales en los diez años posteriores al colapso financiero. Ganar la presidencia en el país más poderoso del orden internacional, amenazando con derrocar muchas de las instituciones y principios que habían construido y sostenido este orden desde 1945, fue un shock.

La victoria de los populistas en Estados Unidos comenzó a desmoronar las redes, alianzas e instituciones que habían mantenido y profundizado la cooperación internacional.

El nacionalismo económico de Trump y su crudo lema America First, un eco del movimiento del mismo nombre de la década de 1930 que simpatizaba con Hitler y se oponía a entrar en la guerra del lado de las democracias, alarmó a muchos de sus aliados, quienes se había acostumbrado a que Estados Unidos persiguiera sus propios intereses, pero sin desvincularse al mismo tiempo del liderazgo activo del orden internacional.

Por el momento, no está claro si el fenómeno Trump fue un espasmo pasajero que pronto será olvidado, o si presagia un cambio duradero en la política internacional. Como ya se está empezando a ver, el presidente Biden va a hacer un esfuerzo por recomponer el internacionalismo liberal y por neutralizar y eliminar las políticas trumpistas.

Pero el trumpismo, como movimiento populista, no ha desaparecido ni su líder se ha retirado de la acción política a pesar de su derrota en noviembre de 2020.

Para evitar una victoria trumpista en 2024 (con Trump o sin Trump como candidato), y el retorno de sus políticas, es preciso jugar, al menos, en dos frentes: (1) recomponer la alianzas internacionales y el orden internacional liberal, en torno a la idea de una “comunidad internacional de democracias” (que, de paso, haga frente a China de forma efectiva); y (2) ocupar el espacio populista y aceptar algunas de sus reivindicaciones, lo que, en lo referente a la globalización, significa pasar de la “hiper-globalización” fuera de control a una ”glocalización” en la que los gobiernos nacionales y regionales jueguen un papel más relevante en la gestión de sus economías, sin rechazar el principio de un comercio internacional abierto.

Esto no hay que verlo como una victoria de las tesis antiglobalistas de los populistas sino más bien como la cooptación selectiva de algunas de sus reivindicaciones con el fin de evitar que alcancen el poder.

United States Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts Institute of Tecnology, London School of Economics