n los últimos doce años, el capitalismo en Europa sufre dos grandes crisis que, al menos en lo económico, podríamos decir se abordan de forma radicalmente diferente.

A raíz de la iniciada en el año 2008, las opciones que entonces primaron se caracterizaron por una agudización de los planes de austeridad. Estos se tradujeron en nuevas privatizaciones y concentraciones de sectores estratégicos; en el abandono, hasta casi su eliminación, de aquellos otros que el estado pensó como cargas innecesarias de llevar. Se produjeron, al hilo de la austeridad, enormes recortes de derechos, especialmente laborales, pero con evidentes derivadas sobre los sociales y políticos. Y también la concreción de esas medidas vino en forma de recortes en los presupuestos en todas las instituciones, ya fueran centrales, autonómicas o locales, en la práctica totalidad de países europeos.

El por aquellos años presidente de Francia Nicolás Sarkozy habló de la necesidad de refundar el capitalismo y la respuesta de las élites económicas fue reforzarlo con la aplicación de la ortodoxia neoliberal. Una vez más, y como siempre ocurre en el sistema capitalista, fueron las clases medias y bajas quienes sufrieron las consecuencias más graves de esas medidas. Ahora traducidas en despidos, precarización del trabajo, feminización de la pobreza, falta de expectativas para la juventud, hipotecas impagables sobre viviendas que trajeron miles de desahucios y, en muchos casos, sobre la misma vida.

La lección se aprendió, en parte: la austeridad profundiza las brechas de desigualdad, la injusticia social, aumenta la conflictividad y, sobre todo, enriquece hasta el insulto a quienes ya eran ricos a costa de aumentar el empobrecimiento de las mayorías.

Ahora, doce años después, estamos inmersos en una nueva crisis. Y si la vez anterior algunos quisieron reducirla solo al ámbito económico, en esta ocasión los mismos pretenden circunscribirla al de la salud. Sin embargo, la realidad es persistente y ya hace una década que demostró que las últimas dificultades del capitalismo no son sino una sumatoria de otras muchas, que estallan en cadena tras la mecha que prende el quiebre de los bancos, el agotamiento de tal o cual recurso, o por un virus con el poder de enfermar a toda la humanidad.

Hablamos, sin duda, de crisis económica, pero también social, política, ética, climática y, en suma, civilizatoria. El sistema que rige todos esos ámbitos es el capitalismo en su variante neoliberal y si este entra en colapso no se puede circunscribir el mismo a un único sector o campo del juego de la vida. La crisis es del sistema, no de uno de sus ámbitos. Y la pandemia hoy nos está mostrando, una vez más, estos peligros que, quienes gobiernan, mayoritariamente, pretenden que ignoremos. Sin embargo, sí parece que los poderes aprendieron, cuando menos en el ámbito económico, otra lección derivada del 2008: la austeridad no es la solución y solo profundiza y alarga los efectos más negativos de la depresión.

Por eso ya no nos hablan de austeridad. Por el contrario, cuando en todas las instituciones aprueban las nuevas planificaciones, desde la Unión Europea hasta el Gobierno vasco, pasando por el español, como si hubiera sido una decisión innovadora y propia de su sabiduría y buena gestión, ahora nos hablan de presupuestos expansivos. Nunca explicarán con claridad la razón de este cambio, pues sería reconocer el fracaso de las medidas de austeridad. Y el de aquellos discursos que pretendieron vender a la sociedad sobre la imposibilidad de adoptar entonces otras medidas que se centraran en el bienestar de la población en vez de en, por ejemplo, salvar al sistema bancario y financiero.

Pero, aplaudiendo, a pesar de ello, esta nueva expansividad del gasto, el error será volver a privilegiar las demandas y beneficios de las élites económicas y políticas. Estas últimas al verse a sí mismas como destinadas a engrosar, mediante las famosas "puertas giratorias", las anteriores, o a beneficiarse de la felicidad de las mismas.

Sin embargo, en los sectores que este sistema entiende como no productivos, no estratégicos en la generación de beneficios económicos, se corre el riesgo de, una vez más, no ser alcanzados por esos presupuestos expansivos. El aumento o atención hacia la salud, la educación, o hacia otros servicios sociales, debe darse por la presión social. Porque hay un riesgo grave de que, en manos exclusivas de los gobernantes, dichos aumentos sean insuficientes y estén pensados, como autojustificación de que se hace algo, para poder por otra parte seguir manteniendo firme el respaldo a aquellos otros sectores económicos que siempre salen beneficiados de las crisis, aumentando sus beneficios y privilegios.

Si los presupuestos en esta crisis deben de ser expansivos, por qué no se expanden también la solidaridad y los derechos humanos que nuestra sociedad debe de cuidar con esmero, tanto en su interior como hacia el exterior de la misma. La pandemia nos alcanza a todos y a todas, ya vivamos en Bilbao o en Bogotá, en Aretxabaleta o en Totonicapan. Es más, en esta crisis, si sus efectos perviven en los segundos, aunque se vacune a los primeros, ésta seguirá estando presente y cobrándose nuevas víctimas en unos y en otros. Pero, si tampoco se enfrentan problemas como que en las políticas de internacionalización empresarial primen más los intereses económicos que los humanos, África seguirá emigrando hacia Europa y Centroamérica hacia los Estados Unidos, y las puertas de unos y de otros se seguirán cerrando generando continuas violaciones a los derechos de las personas. O si no hacemos lo imposible por ampliar la formación y conciencia de nuestra sociedad hacia políticas verdaderamente ecológicas y justas, las políticas verdes seguirán teniendo más carga de propaganda que de verdadero abordaje de la crisis climática. O si no fortalecemos medidas que aborden las violencias machistas en todas las sociedades, la nuestra incluida, seguiremos contando frente al televisor nuevas víctimas de esas violencias. Por lo tanto, ante el crecimiento del global presupuestario, se puede considerar como un recorte si en tal o cual rubro social los montos propuestos son prácticamente los mismos que años anteriores o su aumento es mínimo. Y tendremos así asegurado que seguiremos sin poder enfrentar con auténtica capacidad multitud de problemas derivados de la recortada solidaridad y de los multiplicados ataques a los derechos humanos. Desgraciadamente esos ataques sí que siguen en plena expansión.

En el ámbito de la cooperación, la solidaridad y los derechos humanos, al igual que en otros también sociales, se ha tenido como eslogan durante toda la pandemia, el no dejar a nadie atrás. Sin embargo, si se produce un aumento de las necesidades e injusticias, pero no hay tal en los presupuestos con que éstas deben enfrentarse, es seguro que estaremos dejando a muchos y a muchas atrás. No nos engañemos. En tiempos de crisis, el cuidado, los derechos humanos, la solidaridad son sinónimos de poner la vida en el centro, y por eso decimos que, complementariamente al discurso ético de no dejar a nadie atrás, ahora es necesario sumarle compromisos verdaderos, lo cual incluye presupuestos reales. De lo contrario el eslogan nos habrá quedado bonito, incluso habremos llegado al corazón de algunos, pero seguirá sin ser una realidad. Porque el sentimiento de solidaridad debe ir acompañado de verdaderas posibilidades para que no se quede solo en eso, en sentimiento. Como dice un viejo refrán: de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno; al infierno de la desigualdad, de la injusticia social, de la falta de condiciones para una vida digna para todos y todas, aquí y allá.

Miembro de Mugarik Gabe