l asalto a la colina del Capitolio llegó después de un mitin frente a la Casa Blanca. Ante un atril con el lema de la convocatoria: Marcha para Salvar América, tomaron la palabra, además del presidente Donald Trump, varias fundadoras del Tea Party, un representante del Congreso por Alabama, el ínclito Rudy Giuliani acompañado por un “experto en derecho constitucional”, un afroamericano de Georgia que había decidido ese mismo día afiliarse al Partido Republicano o un joven veterano en silla de ruedas.

El mitin, organizado por Mujeres para América Primero y disponible en YouTube, tenía por objetivo, vigorizar a los participantes y dirigirlos “por la Avenida de Pennsylvania” hasta el Capitolio, como expresamente anunció el presidente. La intención era presionar a los miembros del Congreso, y en particular al vicepresidente Pence, que presidía la sesión, para que no dieran por buenos los votos del Colegio Electoral, e impidieran nominar a Joe Biden como presidente electo. Los oradores negaron reiteradamente la validez de las elecciones, asegurando que se había producido un fraude masivo, y el fiscal general de Texas, Ken Paxton, pidió a los asistentes que continuaran la lucha. Trump, que intervino al final y durante más de una hora, se explayó en detalle sobre los diferentes métodos que, según su discurso, se habían utilizado para alterar los resultados: empleo de algoritmos, de máquinas electorales trucadas, votos de electores no residentes, fallecidos o sin identificación, utilización falsaria de empleados de correos, o voto múltiple. Trump llegó a asegurar que se trataba del mayor robo electoral de la historia mundial, no solo de unas elecciones americanas. En consecuencia, dijo, nunca aceptarían los resultados.

Durante las intervenciones se acusó al Partido Republicano de tibieza y se dejó bastante claro que la aspiración del trumpismo era hacerse con su liderazgo, sustituyendo a su dirección por un movimiento “sin complejos formalistas”. También se trasladó el carácter familiar del proyecto mediante las intervenciones de varios miembros de la familia Trump, como la de su hijo Eric junto a su mujer Lara, o la de Donald Trump Jr. acompañado de su novia Kimberly Guilfoyle, ex-estrella mediática de la Fox News, a la que propuso como futura senadora.

Las acusaciones de fraude electoral, difundidas desde antes de las elecciones y mantenidas sistemáticamente desde noviembre en las redes sociales, habían contado hasta entonces con la complicidad del aparato republicano, que controlaba el Gabinete, el Senado y numerosos gobiernos y parlamentos estatales y que, durante cuatro años de mentiras e incitación al odio, le había bailado el agua al presidente. También los medios de propaganda rusos, para desprestigiar a EEUU, habían amplificado las acusaciones de Trump para consumo interno y de asociados. Pero, ante la falta de evidencias, esas acusaciones de fraude asombran por su reiteración. Porque, tal y como ya habían establecido decenas de tribunales, incluso el Fiscal General Federal, William Barr, o el mismo Tribunal Supremo, donde son mayoría las personalidades conservadoras y tres de sus miembros fueron nominados a propuesta de Trump, no se han encontrado evidencias que permitan cuestionar los resultados. Sin embargo, muchos seguidores de Trump, casi 90 millones en Twitter antes de que se cancelara su cuenta, se habían mostrado receptivos a las acusaciones de su líder y durante el mitin y la posterior marcha sobre el Capitolio corearon y exhibieronn carteles con el lema Stop the Steal (Parar el robo).

En el mitin del 6 de enero, Trump también descalificó el resultado de las elecciones al Senado celebradas el día anterior en Georgia, que permitirán al Partido Demócrata el futuro control de la legislatura. Aunque se trató de las elecciones más vigiladas, decisivas y caras de la historia, casi 500 millones de dólares costó la campaña para elegir dos senadores, sorprendentemente la participación fue menor que en noviembre; los candidatos republicanos perdieron más de 200.000 votos y los demócratas alrededor de 100.000. Aún así, se trata de la primera vez que ese estado sureño elige a un afroamericano y a un judío para representarle en el Senado.

En lo que se refiere a lo que sucedió después del mitin aún es pronto para establecer responsabilidades, pero que una turba de varios miles pudiera tomar el Capitolio, que algunos centenares vagaran por su interior durante horas, ofreciendo escenas de frenopático, y provocaran la fuga de los parlamentarios de la nación americana, es un episodio que asalta la razón. Las detenciones parecen confirmar que los asaltantes estaban ligados a los diferentes grupos que configuran la extrema derecha americana: personalidades vinculadas a la denominada derecha alternativa y religiosa, al supremacismo blanco o a milicias como Proud Boys, defensores de las armas, racistas confederados, o simpatizantes de ideas conspirativas como QAnon, es decir, el amplio espectro nativista y patriótico cuya representación institucional es el GOP y que últimamente se había convertido en la base ultra del trumpismo.

La conmoción mundial que han provocado las imágenes de una muchedumbre que, como si fueran insectos, cubre encaramada la colmena del Capitolio, quizás pudiera compararse con el impacto que tuvo ver las Torres Gemelas envueltas en humo. Pero si el atentado de Nueva York se atribuyó a enemigos exteriores de la civilización americana y dio origen a la interminable guerra contra el terrorismo, las consecuencias del ataque, ahora en nombre del patriotismo americano y alentado desde la presidencia, son todavía insospechadas. Por otro lado, un siglo después de la toma del Palacio de Invierno en San Petersburgo o de la Marcha sobre Roma, la historia parece repetirse como farsa en Washington DC. En lugar de revolucionarios bolcheviques inspirados por el marxismo-leninismo o fascistas mussolinianos que reclamaban un Ordine Nuovo, unos frikis patrióticos dieron pie a una suerte de happening grotesco durrante el que uno de sus líderes pudo, disfrazado de bisonte, sentarse en el trono del Congreso.

Numerosas incógnitas rodean el asalto, en el que murieron varias personas. Algunas se refieren al deficiente dispositivo de seguridad previo, dado que desde hacía semanas en las redes circulaban propuestas que hacían intuir lo que podría suceder, y es muy notorio el contraste con las medidas que se adoptaron con ocasión de otras marchas y concentraciones de signo político distinto. También se puede especular con que el trato que se dispensó a los asaltantes hubiera sido muy diferente de tratarse de afroamericanos o musulmanes. La dilación en reforzar la seguridad mediante la Guardia Nacional es otra de las cuestiones que habrá que clarificar.

En cualquier caso, el daño que el trumpismo ha causado a la imagen de Estados Unidos en el mundo ha sido incalculable. Advierte sobre los riesgos que acompañan a una cultura política que se alimenta con el desprecio a la verdad y que peligrosamente se expande por el planeta.

Profesor de Derecho Constitucional y Europeo de la UPV/EHU