ras el ya casi olvidado fracaso político del proyecto constitucional europeo y la más que discutible gestión actual de la crisis económica, pandémica y humanitaria en el mar Mediterráneo, el complicado entramado histórico, institucional y competencial de la Unión Europea (UE) parece estar destinado a ser objeto de profundas reformas. La cuestión no es menor si tomamos en consideración que la UE carece de administración propia, debiendo servirse de las administraciones de cada Estado para hacer frente al cumplimiento de sus políticas y normas. Con mayor razón y necesidad a la vista de los movimientos de bloqueo a la tramitación de los fondos económicos europeos desde Hungría y Polonia, por ejemplo, cuyas trayectorias en la defensa del Estado de Derecho vienen siendo abiertamente discutidas desde la propia UE.

No deja de resultar paradójico que puedan llegar a ser los gobiernos de Hungría y Polonia quienes puedan bloquear o incluso vetar la tramitación de los fondos, cuando su proceder habitual viene colisionando con las reglas mínimas de cualquier democracia moderna. Estas cuestiones complican la situación europea y la propia aplicación de un proyecto europeo cada vez más alejado de la sociedad. En este difícil camino de integración europea, las sucesivas ampliaciones han sido positivas pero han consumado un modelo de varias velocidades en el cual muchos actores siguen sin encontrar su sitio. Así, por ejemplo, mientras el Reino Unido ha decidido salir de la UE, la opción mayoritaria de Escocia es justamente la contraria. Este aspecto justifica sobradamente una nueva consulta a la ciudadanía de Escocia que la UE vería con buenos ojos, aunque ello llegue a provocar sarpullido comparativo en algunos pagos ibéricos. Igualmente para una eventual y bien necesaria reunificación de la República de Irlanda dentro de la propia UE.

En el plano de la UE se ha producido una modificación del concepto de soberanía, cediendo una parte de la misma hacia una instancia supranacional, dotada de un Derecho propio, que goza de eficacia directa, primacía y tutela jurisdiccional. Siendo esto así, la voluntad política de los distintos gobiernos europeos (incluidos Hungría y Polonia, claro está) debiera concordar con el espíritu de integración europea que ha inspirado el movimiento europeo, también en el caso vasco para pensadores como Irujo, Landaburu o el lehendakari Aguirre, entre otros pensadores adelantados a su tiempo.

Todos estos factores siguen motivando cambios sustanciales en el concepto de soberanía, en su manifestación exterior y desde los Estados de la UE hacia esta como nos adelantaba en fechas recientes el profesor Keating desde Escocia. Mientras tanto, la perspectiva es distinta en la manifestación interior en el caso de naciones sin Estado con peso económico específico como Euskal Herria, Flandes, Escocia, Gales, Baviera o Catalunya, por citar algunos ejemplos relevantes.

La nueva "soberanía" de la UE es compartida entre sus Estados miembros pero estos se resisten a ceder o compartir soberanía con sus pueblos y ciudadanos en el nivel interno. Se trata de una oportunidad de futuro para naciones que quieren fortalecerse en la UE mediante una democracia real, con economías saneadas y competitivas, que no queremos descuidar la protección social de todas las personas.

El proceso de integración europea como fruto de la voluntad de diversos Estados con peculiaridades internas debiera producir, desde mi punto de vista, una suma de voluntades políticas manifestadas hacia dentro de cada Estado, pero también hacia fuera de los mismos en este grave contexto de crisis sanitaria, política, económica y social. Por ello, el liderazgo económico de Alemania en la UE bien pudiera ser complementado por apuestas más claras en el plano del Estado de Derecho y la democracia, evitando situaciones de bloqueo kafkiano por opciones políticas alejadas del modelo europeo, y denunciadas por este, como en el caso de Hungría.

La UE necesita, igualmente, un nuevo liderazgo exterior para abrirse a los nuevos mercados y realidades políticas en un mundo globalizado en muchos lugares, pero que necesita igualmente de la solidaridad y las políticas sociales europeas para no dejar a nadie atrás en este complejo contexto actual. Los previsibles cambios provenientes del nuevo Gobierno de los Estados Unidos también debieran contribuir hacia nuevos enfoques y consensos sobre Derechos Humanos, justicia social, solidaridad y protección ambiental.

En este sendero, la UE no puede dejar de lado su vocación por la integración política en clave de Derechos Fundamentales. La cuestión es de importancia, puesto que la UE asume que la protección de los Derechos Humanos se tutela mediante el acervo común de los Estados miembros. Es un ámbito en el que no caben recortes, si bien los europeos también tenemos obligaciones. Obligaciones que, por ejemplo, suelen pasar inadvertidas para el Gobierno de Hungría y algunas de sus políticas claramente alejadas del Derecho Europeo y de su propio espíritu social y de integración.

Del mismo modo que el acervo común europeo ha facilitado avances en materia de derechos fundamentales, incluidos los derechos sociales, es imprescindible que la fuerza de la crisis no impida que la UE siga consagrando entre sus fines el respeto de los derechos individuales y colectivos, con un contenido social que garantice la dignidad de las personas cuando la garantía de los derechos y la economía tienden a colisionar.

En resumen, las instituciones de la UE deben esforzarse en garantizar los derechos que algunas instituciones internas no llegan a tutelar. Para ello, es necesario definir con claridad hasta dónde llegan las voluntades políticas de los Estados miembros de la UE (incluidos los gobiernos más renuentes a la democracia real), para que la Unión salga de su encrucijada sin recortar los derechos de las personas. El dilema es de calado y exige anudar también obligaciones ciudadanas a los derechos fundamentales, económicos y sociales.

Presidente de las Juntas Generales de Gipuzkoa