espués de haber gobernado un par de años sin presupuestos propios, y con el contexto del parón (que no crisis) económico asociado a la pandemia, podía esperarse un cambio de calado en la orientación de los ingresos y gastos públicos. Primero, porque en los últimos años ha primado el esfuerzo contractivo del gasto asociado a la ideología ajustista del Partido Popular, esa que dice que el dinero está mejor gestionado en los bolsillos de los ciudadanos, olvidando que casi todo el dinero que gestiona el Estado termina también en los bolsillos de los ciudadanos, en particular de dos clases: de los que tienen pocos ingresos con los que llenarse los bolsillos (parados, pensionistas), y de los que tienen que llevar una cartera porque ya no les cabe más en los bolsillos (contratistas del Estado y banqueros compradores de deuda pública).

Por otro lado, anunciándose como el gobierno del cambio, era de suponer que se atendería con un esfuerzo presupuestario específico al cambio estructural, ese tan necesario para que la fabricación de un producto tan simple desde un punto de vista tecnológico y productivo como una mascarilla no sea una misión imposible para la industria nacional, o para sustituir progresivamente una actividad empresarial demandante de una fuerza de trabajo compuesta básicamente de camareros, cajeros, limpiadores, policías privados y arrieros motorizados por otra capaz de absorber una población trabajadora técnicamente cualificada, de ingenieros, geólogos, químicos, matemáticos, informáticos o antropólogos, generadora de alto valor añadido. Pero nada de esto se materializa en las cuentas presentadas por el Ministerio de Hacienda para su debate en Las Cortes.

El Gobierno estima que el año que viene la economía española generará un 11% más de valor añadido que este año, unos 119.300 millones de euros, una previsión que, contra la opinión del gobernador del Banco de España, no peca de excesivo optimismo. Pues bien: de ellos, el gobierno quiere incrementar la gestión del presupuesto en 62.810 millones. La mayor parte, contra lo que gritan los políticos de la derecha española, no viene de los impuestos -que junto con cotizaciones sociales y tasas solo esperan recaudar 11.102 millones de euros más que este año- sino de la emisión de deuda por valor de 42.850 millones, a mayor gloria de banqueros y rentistas, que junto con las transferencias de capital recibidas y otros ingresos patrimoniales completan los ingresos necesarios para acometer el gasto no financiero previsto con recursos propios, que será un 13,6% más que este año, ligeramente superior a la previsión de crecimiento total de la economía ; es decir, un poco más de Estado, pero sin estridencias. Junto a estas dos fuentes, el Gobierno espera que el maná europeo se concrete en unos ingresos de 26.634 millones, que permitirían llegar a los 550.484 millones de euros de gasto total.

Que la UE permita ahora aumentar el endeudamiento puede parecer una rectificación de sabios (que se revelan como necios porque en cuanto pase el efecto económico de la pandemia prometen volver a las andadas con el ajuste y el equilibrio fiscal). Pero que el gasto público se financie con deuda no es en ningún caso una buena cosa, porque la factura de la deuda acumulada ya se va a comer el año que viene 31.740 millones del presupuesto en forma de pago de intereses y otros 94.411 millones de devolución de préstamos y amortización de deuda: nada menos que un 23%, casi la cuarta parte del total, hay que dedicarlo a enjuagar las deudas heredadas.

El recurso a la deuda solo tiene sentido si no existiera margen fiscal para incrementar los impuestos sin dañar la parte de la economía que se gestiona desde el mercado. Sin embargo, en la economía española hay una gran acumulación de rentas del capital que se gestiona de forma improductiva. La reforma fiscal que se necesita tendrían que incentivar la inversión productiva y desincentivar al mismo tiempo la acumulación de rentas y el consumo suntuario; incluso habría que desincentivar la tendencia, tan presente en los empresarios medianos locales, de vender al capital extranjero su patrimonio industrial y convertirse en dueños de fondos de inversión y vivir de las rentas. Poco es lo que se va a hacer en esta línea, pues solo se espera recaudar 119 millones en concepto de impuestos sobre el capital, casi 100 millones menos que en 2019. En general, el Gobierno ha renunciado a hacer una verdadera reforma fiscal, por cuanto los ingresos tributarios y por cotizaciones solo aumentan en 11.549 millones de euros, un 4,4% respecto al año anterior, menos de un tercio del incremento del gasto financiado con recursos domésticos. Es decir, de cada 100 euros que se prevé aumente el PIB, el Estado se compromete a solo recaudar 10 mediante impuestos y cotizaciones.

Tampoco parece que se atreva el gobierno a adoptar la medida más racional para garantizar el equilibrio entre ingresos y gastos por pensiones del sistema de la Seguridad Social: incrementar la cotización obrera. A fin de cuentas, las pensiones las pagan los trabajadores en activo con sus rentas salariales. Si la cotización patronal es razonable en los niveles actuales, la punción sobre las nóminas podría subir uno o dos puntos y compensarla con una reducción en los impuestos indirectos, por ejemplo, sobre los servicios básicos (electricidad, comunicaciones). Parece que el debate sobre las pensiones todavía no toca.

Por lo que se refiere a los gastos, estos van a aumentar de forma significativa en varias partidas: los recursos domésticos se centrarían en financiar las pensiones, el desempleo y el ingreso mínimo vital, partidas que absorben el 22% de los nuevos ingresos por impuestos y deuda, y en los servicios de carácter general y las transferencias a las comunidades autónomas, que representan otro 65% del esfuerzo presupuestario interno.

Por su parte, la ayuda europea se destina principalmente a financiar el nuevo "gasto social": a vivienda, sanidad y educación se destinan 6.400 millones de fondos UE y solo 454 millones más que en 2020 de fondos propios. Lo mismo con el gasto orientado al sector productivo: para el comercio, el turismo, la industria, la energía y la inversión en infraestructuras habrá 11.608 millones de fondos de la UE, pero solo 1.582 millones más de fondos nacionales.

En realidad, el presupuesto para financiar la actividad productiva es sencillamente irrelevante desde el punto de vista del cambio productivo. Las transferencias a las empresas, por valor de 8.083 millones, apenas representan el 0,7% del PIB. Las inversiones reales, por valor de 10.172 millones, el 0,8% del PIB previsto. Ocurre que solo un apoyo público decidido puede (re)construir un tejido empresarial basado en productos de alto valor añadido; o mantener las empresas medianas en sectores tradicionales de futuro como el agroalimentario, de grandes corporaciones mundiales; o mantener el control corporativo de sectores en los que si existe capacidad empresarial, pero en un franco proceso de deterioro, como el financiero, hotelero o constructor. La poca atención presupuestaria a estos menesteres refleja que en este caso el Gobierno es rehén de dos culturas nefastas de la izquierda hispana: unos, de aquello que se decía en la época del felipismo de que la mejor política industrial es la que no existe. Y los otros, del mito de que lo pequeño es hermoso y el gran capital es el malo de la película.

Por el lado positivo, aumenta la inversión en I+D, que, con un importe de 12.344 millones de euros, supera en 5.288 millones a los presupuestado este año, permitiendo pasar desde el 0,6% del PIB los años de los presupuestos PP-Montoro hasta el equivalente al 1% del PIB. Solo que casi todo el aumento proviene de la financiación europea, porque el esfuerzo doméstico se limita a poner 536 millones más que los presupuestos prorrogados.

Es decir, en gasto no financiero, se prevé que la administración central gaste 76.449 millones más que en los presupuestos prorrogados de 2020, pero de estos solo 49.815 millones provienen del incremento en el esfuerzo fiscal y de endeudamiento, porque 26.634 millones vienen de las ayudas europeas. Pan para hoy y hambre para mañana. Más teniendo en cuenta que ese aumento del gasto no se traduce en un aumento significativo de los empleados públicos (ya saben, los profesionales y técnicos superiores que solo contrata la administración pública) que solo aumentan en 11.138 personas, apenas un 2% de la plantilla actual, y todavía 71.000 empleados menos que los que había en 2010/2011.

De las dos grandes funciones del presupuesto, programar el suministro de servicios y bienes públicos y realizar trasferencias entre personas y territorios, la primera requiere personal para llevarla a cabo: apagar incendios, detener criminales, defender fronteras, sanar y cuidar a enfermos, alfabetizar a los niños, controlar la calidad de alimentos o medicinas€ Son tareas esenciales que requieren personas con cualificaciones muy diversas. Transferir rentas tan solo demanda un equipo compuesto básicamente por contables y técnicos fiscales. El Gobierno central opta en 2021 por primar esta segunda tarea, dejando para otro momento el cambio productivo y la reconstrucción y fortalecimiento del sistema estatal de servicios y bienes públicos.

Profesor de Economía Aplicada UPV/EHU