a experiencia de los acontecimientos del experimento que vivimos dice que los recursos económicos invertidos para tratar la pandemia nunca son suficientes. Se cita la inversión económica en hospitales, logística, rastreadores e incluso en conocimiento común, pero septiembre y octubre demuestran, otra vez, que las inversiones no son suficientes. El efecto pandemia ocupa espacio mediático, promueve recetas inmediatas y alaba la experiencia ciudadana, pero esta se queda ensimismada, espera que la pandemia tenga suficientes rehenes como para darse por satisfecha. Las llamadas al ágora, por ejemplo, en el mes de agosto son noticias de verano; se confía en el carácter catártico del sol y la vida al aire libre. El virus, se cree, tiene que suspender su poder destructor y esperar, como todos, que lleguen mejores tiempos.

A la vez que se afirma la "nueva realidad", el otoño descubre otros hechos, en sintonía y en paralelo con los anteriores; los recursos nunca son suficientes, siempre faltan, las camas hospitalarias están sometidas al uso acelerado, las UCI se llenan a mayor velocidad de la esperada, los ciudadanos no tienen la fortaleza del primer momento, los aplausos no se escuchan, la medicina primaria tiene gran carga de trabajo, los clientes son cada vez más reivindicativos y crecen las críticas a las autoridades políticas. ¿Motivos? La falta de claridad, confusión en la comunicación y conflictos internos. El campo de la responsabilidad queda vacío, expuesto una vez más, como si las elites hubiesen llegado a la conclusión de que la autoridad se adquiere por mandato divino y la legitimidad crece en cada esquina y solo hay que cogerla. El panorama es paradójico, lo que parece obvio muta en problema y nada es consistente. El otoño enfrenta el COVID-19 con escuelas abiertas, universidades a medio gas, con la presunción de que si falla la presencialidad, la didáctica online puede funcionar y transformar la enseñanza telemática en virtuosa obviedad.

La disidencia, desconocida en la primera fase fuera de los círculos negacionistas, se escucha no solo en los altavoces característicos de la sociedad del ruido -medios y política- aunque, como casi siempre, no hay líneas claras: unos se quejan de la atención médica; otros, del fin de la vida nocturna; los hay que disciernen sobre si la edad diferencia comportamientos; algunos cuestionan los servicios esenciales y las ayudas sociales... Hay, en todos los casos, actores nuevos invitados a la mesa de la queja: el miedo, el temor, la huida de las responsabilidades o la individualización de los comportamientos.

Muchas escenas cotidianas valen más que mil palabras: testimonios de clientes y trabajadores de centros de atención primaria, preguntas y reivindicaciones dirigidas a los servicios públicos, reuniones de decenas de personas alrededor de objetos deseados como la fiesta y la celebración del trozo de libertad que tanto gusta enseñar y airear. Las protestas de sectores profesionales afectados por el tratamiento de la pandemia se confunden con los aplausos de personas, tan contrariadas como convencidas de que lo que se hace es lo que hay que hacer.

En general, la sociedad se moviliza moviéndose en direcciones divergentes. Los sueños de los individuos y la búsqueda de la buena vida chocan con otros pensamientos y pretensiones. En todos los casos, el COVID encuentra sus mejores aliados en zonas de la sociedad que no están social y culturalmente preparadas para asimilar los escenarios que requiere el tratamiento. Este choca, no puede ser de otra manera, con el liberalismo de las costumbres y la individualización de los espacios de socialidad, las formas de estar y divertirse, preparados para disfrutar de la vida, ensalzar la nocturnidad y la socialidad absorbente. El espíritu liberal y las virtudes cívicas, alabadas en tantos momentos, tienen dificultades para decir de momento olvidémonos un poco de nuestras costumbres, para que el manejo de nuestro yo, el hedonismo del fin de semana y de la socialidad sobre la que se erige la sociedad en la que vivimos, se vuelva hacia adentro y acepte el ritmo de vida que proponen las autoridades políticas y sanitarias.

Nos movemos en el interior de una paradoja: se necesita convencer y actuar mediante la seducción, pero las estructuras culturales que deben hacerla posible indican que los recursos de los que disponen son escasos y débiles, como si lo que necesitara hacerse tuviese dificultades insuperables.

El tratamiento del COVID demuestra que los conocimientos médicos, la epidemiología del virus y las propuestas de los expertos echan de menos el conocimiento social y las virtudes cívicas cuando, por otra parte, el éxito de las medidas, las ordenes y recomendaciones, si quieren tener recorrido, requieren poblaciones con estructuras culturales y valores que sostengan la praxis sanitaria y los recursos y recomendaciones propuestos por las autoridades. La socialidad y el individualismo del que hacen gala las estructuras culturales están mejor dispuestas para momentos sin COVID, ahora acumulan debilidades que desnudan las formas de vida; frágiles para la excepción, fuertes para vivir sin COVID. Y ahora toca vivir con virus y contra él.

Terminamos el fin de semana de tránsito del mes de octubre al de noviembre con las carreteras con controles policiales, las calles revisadas por agentes de la autoridad, los espacios mediáticos llamando a los ciudadanos a la cordura, las autoridades políticas prometiendo esperanza y nuevos confinamientos si los actuales no rebajan las tasas de contagiados. La respuesta es el confinamiento, las esperanzas se depositan, otra vez, en los servicios sanitarios y en las autoridades políticas, pero ya no se aplaude -al menos por el momento- en balcones, todos esperan que la vacuna o vacunas hagan el milagro y nos devuelvan el estado de gracia. La pandemia nos desnuda y fragiliza.

En nuestra sociedad nadie sale indemne de esta experiencia, como si la tentación de la inocencia no encontrase acomodo y la tensión política, la sanitaria, el conocimiento experto, las redes socioculturales o la fortaleza comunitaria hubiesen demostrado que no todo está escrito y queda mucho por hacer y narrar. Hay un antes y el después, claro que sí, pero la impresión es que no sigue la dirección del optimismo antropológico, sino el pragmatismo realista que da más valor a los escombros que a los sueños y a los principios primarios de cada cual.

Hay un capítulo pendiente de escribir sobre Lo que la pandemia se llevó, el momento en el que nos desnudó, hizo individuos más frágiles y dejó sin respuesta a muchas preguntas que creímos tener resueltas. No nos agarremos solo a la falta de respuestas o convirtamos la incertidumbre en el recurso que descubre la pandemia y puede explicarlo casi todo, recordemos que las dudas y la incertidumbre ya estaban ahí antes de que llegase en marzo el COVID-19, ocurre que ahora se transforma en la forma de vida ante la que estamos en precario y culturalmente desnutridos. El liberalismo de normas y costumbres no da el cobijo suficiente, no estaba pensado para esto.

El individualismo, la socialidad desbordante de la que hacemos gala y la permisividad se llevan con dificultades con la disciplina que requiere tratar con el virus y algunas de las medidas creadas para controlar el crecimiento de la pandemia. El COVID es un problema médico, sanitario, económico y político, pero está ligado al sistema cultural que vincula y define las formas de vida. Adecuarlas a las formas de tratamiento de la estrategia global contra el virus es clave para frenar la pandemia. Saber cómo somos, qué hacemos y cómo resolvemos las discrepancias culturales que se producen entre el sistema de prohibiciones y las afirmaciones identitarias forma parte de la resolución de los problemas que interrogan el control de la pandemia.

Catedrático de Sociología UPV/EHU