a han pasado muchos años desde que Jean-Jacques Rousseau en su Contrato Social alumbró las bases de las nuevas estructuras de la organización política de occidente. Salir de las relaciones de vasallaje y de dominio sobre la vida de otras personas no era un camino ni fácil de explicar, ni inmediato de lograr. El desarrollo de sus bases teóricas, en distintas formas de gobierno, anunció el gran salto -aún en parte pendiente- de pasar de súbditos de alguien a ciudadanos de una comunidad de intereses. Su pensamiento parte de la preocupación por la desigualdad de los humanos, y le conduce a ver el origen de esta realidad en la expansión de la propiedad privada, unida a comportamientos y derechos de clase sobre el dominio de la vida y derechos de las personas. Todo esto pasaba en 1762, en Ginebra, hace 250 años donde se perfilaban avances en los principios sociales básicos que conducirían muchos años más tarde a un sucesivo progreso material y a nuevos modos de gobierno a lo largo de varios siglos.

En su análisis observa que la libertad, un bien básico del hombre, era incompatible con la sumisión y dependencia de los pobres que trabajaban para los ricos, que acaparaban los recursos. La innovación social que este filósofo aportó es la idea práctica de que la dependencia del interés general -no el interés de todos-, hacía posible la liberación de las personas de la dependencia de las que las poseían, y por ello la soberanía no residía en individuos particulares, de la clase que fueran, sino en el colectivo social.

Todas estas ideas han ido impregnando las normas y reglamentos que hoy constituyen las leyes que regulan la convivencia social de muchos países. Pero así como las personas hemos cambiado poco, el conocimiento de la naturaleza de las cosas ha cambiado mucho. La tecnología y su evolución, fruto de la aplicación de conocimientos a la vida cotidiana, nos requiere de otras visiones de los compromisos sociales, sobre los que construir la relación de las personas con las instituciones y entre ellas mismas. El ingrediente hasta ahora muy olvidado ha sido y es el conocimiento técnico y la tecnología como palanca práctica y transformadora de la sociedad. La propiedad para los agricultores de antaño fue sin duda un garante de su libertad y de su capacidad de autonomía y decisión en sus trabajos. Pero al llegar la revolución industrial los que habían abandonado el campo, eran dependientes del empleo, eran los proletarios -que no tenían más que prole-. Su libertad se vio condicionada por disponer de un puesto de trabajo, y aparece otro contrato social, el estado del bienestar. El empleo y la disponibilidad económica consiguiente te hacen parcialmente libre, en tanto te permiten elegir entre opciones de consumo. Pero hoy ya no podemos decir que esto es así y que se va a mantener. El nuevo recurso que nos hará libres es el conocimiento, del que se derivan la capacidad de aportar valor, y por tanto empleo, y la de disponer de una capacidad crítica y fundada frente a las oportunidades y adversidades de la vida, para entender la vida buena y acercarnos a su realidad.

Ya hace más de 25 años Eudald Carbonell, antropólogo codirector de las excavaciones de Atapuerca, se refería a la especie humana como un colectivo en decadencia, que colapsaría por no haber distribuido a tiempo el conocimiento. Insistía en la idea de que la tecnología está ahí, pero no hemos aprendido a usarla en nuestro provecho. Más recientemente Europa, en 2001, se propuso ser la economía mundial líder en conocimiento. Pero no ha sido nunca así. Esto requiere no solo declaraciones sino cambios en la escala de valores del concepto de desarrollo social y económico. Los desarrollos tecnológicos en los últimos años han cobrado dimensiones espeluznantes que ignoramos. Por poner un ejemplo: si siguiéramos el aumento de capacidades de los ordenadores en los últimos 50 años y la aplicáramos a nuestra fortaleza física de levantar pesos, hoy cada uno de nosotros tendríamos la capacidad de levantar 4.000 toneladas de peso. Unos 16 aviones Airbus-350. Construir las pirámides no necesitaría grandes esfuerzos, y qué decir de transportar mercancías. Los órdenes de magnitud del potencial tecnológico alteran cualitativamente los conceptos de productividad, tiempo de trabajo, renovación de conocimientos, obsolescencia de los trabajos, renovación de dispositivos con el consecuente impacto medioambiental.

Si tuviéramos que explicar a los que nacen ahora, qué pasó en el fin del segundo milenio respecto al saber de las cosas, tendríamos que referirnos al dominio tecnológico de cuatro elementos básicos como son el átomo, el bit (información), el gen (la vida) y la neurona (cerebro). Y además lo más importante es la fructífera combinación de estos conocimientos para generar innovaciones rupturistas. Tal vez también sirva decir qué tecnología y lenguaje, lo que nos caracteriza singularmente como especie, han convergido en una explosión de aplicaciones de todo tipo. La lógica y la información ayudan a las máquinas, y estas operan de forma autónoma produciendo y desplazando información.

Todo es fruto de un desarrollo del conocimiento científico, técnico y sus aplicaciones. Pero la gran pregunta que Rousseau lanzó sigue vigente. ¿Qué es lo que hace desiguales a las personas, ahora en el siglo XXI? Seguramente la respuesta sigue estando en la riqueza, pero esta ya no consiste solo en las propiedades de territorios o fabricas, sino que está fundamentada en conocimiento y sus aplicaciones tecnológicas. El derecho al conocimiento, y a los beneficios que se derivan de él, están apuntados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Este derecho y el de la educación habilitan al individuo a su desarrollo personal y a la capacidad de disponer de un pensamiento propio, que oriente sus decisiones en la dirección de una mayor calidad de vida individual y colectiva. Antes ser libre era tener terreno y prole que lo trabajara, luego y ahora disponer de un buen trabajo, y ahora y mañana de ser un agente activo en el uso y difusión del conocimiento.

La globalización lo ha sido del comercio, y del tránsito de personas, pero no de una apertura a la distribución y uso del conocimiento. Tal vez al contrario. El conocimiento de la tecnología se protege en patentes y hacemos de las personas que las usan el mercado, creando dependientes tecnológicos. En cierta medida los países líderes compiten en la carrera tecnológica -ahora por ejemplo el 5G- para suministrar a los demás países sus soluciones por ingresos multimillonarios. Ya no es la propiedad de las fincas y los palacios lo que genera esta dependencia de las personas y los países, sino que existe una auténtica colonización tecnológica. Comprar dispositivos no es adquirir conocimientos y técnicas por parte de un país. No nos engañemos. Los nuevos derechos y libertades a futuro deben ordenarse alrededor del conocimiento y el acceso universal al mismo, si queremos hacer que la desigualdad social entre en decadencia.

Hemos hablado muchas veces del ascensor social, de la calidad de los empleos, del valor generado, de la importancia de la educación, de la competitividad de los países pero no nos hemos parado a reconsiderar la propiedad de las patentes, la función social de la técnica, el reconocimiento, cualificación y motivación vocacional de los docentes, la formación incentivada de adultos, la hibridación de la tecnología con las ciencias sociales, la I+D social, el seguro de formación, el rol docente de las empresas, las multinacionales inexistentes del conocimiento para empoderar personas y países. Y el activo social es el conocimiento, el que aproxima las oportunidades de las personas en sus despliegues vitales, como puede ser que los expertos ocupen un papel tan poco conductor de los destinos de las sociedades, como estamos viviendo en esta crisis del COVID-19. No valoramos el conocimiento y lo perdemos a raudales cuando sustituimos personas por máquinas.

Así como Rousseau concibió el interés general como referente en el que encuadrar la libertad individual, tal vez el conocimiento compartido y distribuido, como lo indica Carbonell, sea el espacio global para el desarrollo inteligente y no conflictivo de las personas y los países en esta nueva etapa de la globalización. Por eso decimos que un nuevo contrato sociotecnológico es necesario. Tal vez sea una quimera para algunos, y una referencia para otros en el diseño de las nuevas organizaciones. Seguramente en todas ellas, públicas y privadas deba existir un fin último en su misión ligado a la creación, mejora y distribución del conocimiento en sus empleados y en el amplio entorno social donde se desenvuelven.