pesar de la coincidencia en el tiempo con la grave crisis sanitaria y con el estado de alarma que a causa de ella ha sido decretado, el reciente affaire de la herencia real es un asunto que también merece la atención debida. Si bien su existencia ya era conocida por su beneficiario, el actual rey Felipe VI, desde hacia un año, no ha sido hasta ahora cuando se ha conocido públicamente; y ello como consecuencia de las investigaciones que la fiscalía suiza viene realizando sobre unos fondos cuyo origen y utilización comprometen seriamente al rey emérito Juan Carlos I. El tema tiene una indudable trascendencia política, más allá de las relaciones hereditarias paterno-filiales, ya que los sujetos de tales relaciones son, en este caso, el anterior y actual jefes del Estado.

El encaje de la institución monárquica en el sistema constitucional y democrático ha sido siempre un problema que, en la mayoría de los casos, se resolvió a lo largo de los siglos XIX y XX con la progresiva implantación de la república. La monarquía subsistió, sin embargo, en algunos lugares -Gran Bretaña, Benelux y países nórdicos-, aunque desprovista de los poderes que ostentaba, bajo la forma de la monarquía parlamentaria en la que, según la fórmula tradicional del parlamentarismo clásico, el rey reina pero no gobierna. De esta forma se salvaba la institución monárquica, si bien desactivándola mediante el vaciamiento y la transferencia de sus poderes al Parlamento y al Gobierno emanado de él en los ámbitos legislativo y ejecutivo respectivamente.

En España, a diferencia de los países referidos, la monarquía parlamentaria no fue el producto de la evolución histórica de la monarquía, que nunca fue parlamentaria, sino el producto de la parlamentarización, mediante la Constitución de 1978, de la monarquía y del monarca que nos legó Franco: Ley de sucesión en la jefatura del Estado (1947) y designación de Juan Carlos de Borbón como sucesor en la jefatura del Estado (1969). La correlación de fuerzas real tras la muerte del dictador (que murió en la cama y no cayó como consecuencia del empuje de la oposición republicana) no hizo posible en ese momento la implantación de la Republica. España se convirtió así en el único país de Europa que en el siglo XX ha restablecido la monarquía.

Una vez restablecida, durante las casi cuatro décadas (hasta la abdicación en 2014) transcurridas bajo el mandato de su primer titular, el hoy rey emérito Juan Carlos I, tanto el establishment político como el mediático no cesaron de presentarnos la nueva monarquía juancarlista como el paradigma de la estabilidad y del equilibrio políticos. Incluso se llegó a acuñar un término, el juancarlismo, que sus propios valedores, haciendo gala de talante progre y liberal, presentaban como superador de las viejas controversias entre monárquicos y republicanos. Para corroborarlo, quienes así se definían no dudaban en afirmar, con un pícaro guiño de complicidad, que ellos "no eran monárquicos... sino juancarlistas".

Me imagino que en estos momentos, a la vista de los datos que empiezan a conocerse (y los que sin duda vamos a seguir conociendo) de las operaciones y andanzas del emérito campechano, les va a ser bastante difícil a los otrora juancarlistas seguir manteniendo el discurso que sobre el hoy emérito han venido propagando durante los largos años de su reinado. Lo más previsible es que emprendan una acelerada reconversión, que ya se está operando, hacia el felipismo, que se perfila cada vez más claramente como el oportuno recambio del caducado juancarlismo. Está por ver, aunque ya empiezan a prefigurarse algunos de sus rasgos, cuál va a ser la configuración final del felipismo, llamado a jugar un papel similar al que durante cuatro décadas jugó el juancarlismo.

El problema de fondo, de todas formas, no es tanto las alegres correrías del monarca emérito como la propia institución de la que es titular, que como ya se ha señalado siempre plantea problemas desde el punto de vista democrático y constitucional; y más concretamente, la forma como está configurada en nuestro sistema político, en especial por lo que se refiere al blindaje de la que es objeto. A este respecto, hay que tener presente que la institución monárquica goza en nuestra Constitución de una sobreprotección en relación con cualquier otra institución del Estado que tiene difícil justificación, incluso desde un punto de vista estrictamente constitucional. Ninguno de los países de nuestro entorno otorga a la jefatura del Estado un blindaje como el que tiene aquí ante cualquier posible modificación que se pretenda introducir en ella.

Pero además de este blindaje institucional, la persona del titular de la institución goza también de una sobreprotección que, en los términos en los que está contemplada en el texto constitucional, es una fuente de problemas de todo tipo, como los que ahora se plantean en torno a las más que dudosas operaciones protagonizadas por el emérito durante su prolongado mandato. En efecto, la Constitución (art. 56.3) contempla la inviolabilidad de la persona del rey en términos absolutos, sin condicionante alguno; y asímismo, le exime de toda responsabilidad por sus actos, también sin ninguna limitación, lo que plantea una serie de problemas cuya gestión, al menos desde una perspectiva constitucional, resulta más que problemática.

La responsabilidad, incluida la penal, del Jefe del Estado está regulada en los textos constitucionales de los países de nuestro entorno. Así la Constitución francesa (art. 68), al igual que la italiana (art. 90), en los mismos términos, acota la no responsabilidad del Jefe del Estado a "los actos realizados en el ejercicio de sus funciones", sin que todos los demás actos queden exentos de responsabilidad. La Constitución alemana (art. 61), al igual que la portuguesa (art. 133), son más estrictas aun en la exigencia de responsabilidades a los respectivos jefes del Estado, extendiéndolas también a los actos realizados en el ejercicio de sus funciones si estos implican una vulneración de la Constitución o las leyes. Es conocido también, más allá de nuestro entorno geográfico, el impeachment para exigir la responsabilidad al presidente de EEUU.

Todos los ejemplos reseñados se refieren, como puede observarse, a la regulación constitucional de la responsabilidad del Jefe del Estado en las respectivas repúblicas; en las que a todas las autoridades públicas, incluida la jefatura del Estado, se les puede exigir responsabilidades, políticas y penales, por sus actos. Aquí, como es obvio, no tenemos una república parlamentaria, que a algunos siempre nos parecerá una forma política más democrática que su correspondiente monárquica, pero no hace falta esperar a tenerla para empezar a plantearse una modificación sustancial del actual estatus real, al menos por lo que refiere a la exención absoluta de toda responsabilidad del monarca en los términos en que está establecida.

La situación crítica por la que atravesamos en estos momentos como consecuencia de la alarma, plenamente justificada, originada por la grave crisis sanitaria a la que tenemos que hacer frente de inmediato, hace que estas cuestiones no sean las que han de merecer una atención prioritaria en la agenda política. De todas formas, y a la vista del revuelo causado por la amplia actividad lucrativa desarrollada por el emérito, los comunicados emitidos por su sucesor y, asímismo, las reacciones suscitadas en el establishment político y mediático estos días en torno a los affaires reales, no está de más hacer algunas consideraciones sobre el tema. Aunque solo sea para poder animar un poco la cuarentena obligada en la que nos encontramos por culpa de unos virus que, ya es también casualidad, asocian este término con el de la corona.

Profesor