abrá quienes crean, probablemente una mayoría, que el estado se inventó para redistribuir rentas y propiedades. Para quitarle al que tiene y darle al que no. Para cobrar impuestos y pagar con ellos servicios e inversiones comunitarias. Mucho antes que eso, la sociedad se organizó para defender a la personas. Para defenderles de sus enemigos, de las catástrofes naturales o las epidemias. La seguridad es lo primero que se socializó, la primera necesidad que se definió como colectiva. Agruparnos en torno a las leyes -que es lo que define a los estados- tuvo como motivo primordial la protección de las familias. Conviene recordar esto cuando nos preguntemos si esta pandemia podía haberse previsto y diseñarse mejor una pauta de defensa frente a ella. Yo digo que sí, que la ciencia lleva tiempo diciendo que esto acabaría pasando, que era sólo un problema de plazos. Aun así, nadie se ha tomado la molestia de redactar un simple manual de instrucciones ante la amenaza, un prontuario cabal que sacar del cajón el día que se comunicó la aparición de un brote en China. Para eso hemos quedado. Para discutir de cualquier sandez y olvidar lo esencial.

Aplausos hacia los profesionales sanitarios que deberían traducirse en mucho más en cuanto pase esta crisis. Es un escándalo que ya haya más de diez mil afectados entre ellos, que no se les provea de equipos -porque nadie hizo la previsión- y que se les niegue el acceso a pruebas y medicación -que tampoco nadie calculó que podrían necesitarse-. De nuevo, España es líder en una estadística, la del mayor número de batas blancas, verdes y azules infectadas, a las que se hace trabajar incluso en presencia de sintomatología. El problema es que además hay algunos responsables políticos que quieren presentar la actual reacción sanitaria como un carrera al sprint. La sanidad va a estar tan sobrecargada como lo está ahora al menos hasta el mes de junio, en el mejor de los casos. No son los 100 metros lisos, es una maratón.

El Gobierno de Sánchez ha optado por montar su propio carrusel informativo en ausencia de normalidad democrática. El fatuo de Moncloa ha aprendido a emplear el autocue (la pantalla transparente que permite leer un discurso escrito mirando a la cámara, como si se estuviera pensando lo que se dice) y con descaro nos asalta cualquier noche en los informativos de las televisiones. Vanitas vanitatis, sigue convencido que su donaire conjurará al virus, al que menciona todo el tiempo en lugar de mentar la crisis. Durante la semana, el estratega de Moncloa -ese, el consultor al que antes pagaron Monago y Albiol- ha tenido la idea de hacer desfilar ante las cámaras a todos los ministros, ahora el astronauta y luego la del cambio climático. No dicen nada relevante, pero ocupan un espacio que hay que tragar porque sí, lo normal en cualquier república bananera. Supongo que pronto aparecerá el de la cultura, diciendo que podemos visitar museos por Internet y prometiendo nuevas subvenciones a su grey. El abuso de este formato es propio de dictaduras, lo que refleja la actitud que subyace en quienes están al frente del país. Cuando se trata de comprar tests, les engañan.

También en rueda de prensa diaria nos presentan a tres uniformados, Ejército, Policía y Guardia Civil. No hay duda de que tales cuerpos están prestado toda la ayuda de la que son capaces, y ya cuentan con víctimas del virus en sus filas. Pero sus portavoces, escogidos por el Gobierno, se recrean en la parte punitiva de su labor, a veces detallando cómo han detenido a algún imbécil, sucesos que apenas tendrían sitio en las gacetillas locales. Lo peor es la incapacidad expresiva de esos mandos. En Inglaterra, hasta el jefe de bomberos del condado más pequeño sabe ponerse ante la BBC y explicar con corrección cualquier suceso. Allá imparten en el colegio una asignatura llamada Public Speaking. Aquí, en ningún curso de oficiales les deben entrenar para hablar ante el respetable. Como decía aquella gran profesora que tuve, sin palabra parece que no haya pensamiento.

El fiasco de la compra de tests no solo demuestra una profunda incapacidad política y administrativa del sistema de respuesta a la crisis, de ese estado que nos debería defender. Las pruebas se necesitaban con urgencia para proteger a nuestros sanitarios y fuerzas de seguridad, tomar medidas de contención más precisas en las residencias de ancianos y ayudar a limitar la progresión poblacional del virus. En otras palabras, para evitar más enfermos y más muertos. Ese es el coste tangible de la ineptitud.