n el mundillo sanitario español hay una constante desazón al ver los ministros del ramo que son nombrados, también por la alta rotación del puesto. José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy hicieron en momentos distintos la misma cosa: elegir para el importante cometido a sus respectivas secretarias de organización en cada partido. También Rajoy y Pedro Sánchez repitieron patrón cuando tomaron como comodín ese asiento ministerial en la tesitura de tener que dar entrada en el gobierno a alguien de procedencia catalana, ora Dolors Montserrat, ora Salvador Illa. Quede claro que para ser titular de Sanidad no hace falta ser médico, ni mucho menos. Uno de los que peor desempeño tuvo y más jeta exhibió fue aquel Bernat Soria tan preocupado por sus negocios y sus manipulaciones de embriones y tan inútil en todo lo demás. Para ser un buen ministro de Sanidad hace falta, eso sí, tener mucho sentido común y capacidad para aprender rápido del entorno técnico y profesional. Con esta pauta de actuación, Illa lo está haciendo razonablemente bien en el tema del coronavirus. En las intervenciones públicas que ha tenido ha argumentado con solvencia y sin deslices semánticos, señal de que ha empleado muchas horas en estudiar un asunto que le ha caído en suerte cuando menos se esperaba y del que seguro no tenía ni idea hace apenas ocho semanas. El único error apreciable lo comete el actual ministro al hablar de las "autoridades sanitarias" para referirse a otros, cuando él lo es más que nadie: la primera y principal autoridad sanitaria. En esa virtud le corresponde tomar algunas decisiones graves.

Lo del coronavirus es algo tan nuevo que hace muy difícil para las autoridades actuar en medio de una inmensa incertidumbre. Pero poco a poco se empieza a conocer mejor la amenaza a la que nos enfrentamos. En los momentos iniciales interesaba mucho saber si el virus era más o menos contagioso (ya está establecido que supera en esto al de la gripe) y si era más o menos mortal (que también lo es en grado superior a la gripe común). Lo más urgente era conocer por dónde circulaba y qué efectos causaba. Hoy, sin embargo, hay otra variable que es más relevante en términos sanitarios: el porcentaje de casos que requerirán hospitalización. Por lo que se acaba de publicar en la revista JAMA con datos de 72.314 pacientes chinos (artículo Characteristics of and Important Lessons From the Coronavirus Disease 2019 (COVID-19) Outbreak in China), solo el 1% de los pacientes que alojan el virus pasan la infección sin síntomas y, en cambio, un 14% evoluciona con sintomatología severa y otro 5% entran en estado crítico. De estos últimos, casi la mitad fallecen. Además, en China, un 4% de los infectados es personal sanitario. De manera que lo que hoy está en cuestión ya no es solo la huella progresiva que va dejando el virus en las poblaciones, la fría estadística epidemiológica, sino cuántos de los infectados van a necesitar atención urgente y especializada en un hospital. En Italia, un 9% han requerido cama en UCI, donde no suelen estar vacías en espera de huéspedes. Cuando cada mañana Fernando Simón informa del número de casos, podemos hacer un cálculo sencillo: 20 de cada 100 estarán en un hospital con soporte vital avanzado y siete u ocho habrán entrado en una UCI.

Aunque no se vaya a reconocer oficialmente, el peligro real de esta pandemia es que nuestro sistema sanitario puede colapsar. La necesidad de atender a los afectados va a repercutir en cadena en todos los demás procesos de los que un día cualquiera se ocupan en cualquier hospital, como las intervenciones quirúrgicas o los tratamientos especializados. Para evitar este escenario es para lo que se hace necesario mitigar en todo lo posible la progresión de la epidemia, que no se va a poder parar, pero en la que cada caso que se evite servirá para reducir el endoso de esa arriesgadísima sobrecarga sanitaria. Más casos de coronavirus perjudican a pacientes de cáncer, enfermos crónicos o accidentados. Era inevitable tomar cuanto antes medidas de restricción de la movilidad y los usos sociales. Es, ya sí, una decisión estrictamente política; de la más relevante política sanitaria, en la que la última palabra la tendrá que dar el ministro valorando en conciencia lo que científicamente esté acreditado. Aunque forofos deportivos, cofrades piadosos, falleras ostentosas o castos sanfermineros no sean capaces de entenderlo.

Médico