En primer lugar, debe ponerse en contexto la mencionada sentencia. La misma declara la constitucionalidad del artículo 52.d del Estatuto de los Trabajadores. El artículo establece, de entrada, que las faltas de asistencia al trabajo, aun justificadas pero intermitentes, que alcancen al 20% de las jornadas hábiles en dos meses consecutivos, pueden ser objeto de despido, siempre que el total de las faltas de asistencia en los doce meses anteriores alcance el 5% de las jornadas hábiles, o el 25% en cuatro meses discontinuos dentro de un período de doce meses. Acto seguido, dicho precepto matiza que no se computarán como faltas de asistencia las ausencias debidas, entre otros motivos, a accidente de trabajo y a enfermedad o accidente no laboral cuando la baja haya sido acordada por los servicios sanitarios oficiales y tenga una duración de más de 20 días consecutivos. Tampoco deben computarse las ausencias que obedezcan a un tratamiento médico de cáncer o enfermedad grave.

Esto último quiere decir que las bajas por enfermedad que tengan una duración inferior a 20 días consecutivos sí computarán a los efectos de un posible y futuro despido.

La perdurabilidad o no de la enfermedad no es un criterio que solamente se tiene en cuenta para proceder al cómputo de las ausencias que pueden dar lugar a un despido. Así, la calificación de una persona como discapacitada requiere la existencia de deficiencias previsiblemente permanentes. Es más, el TJUE entiende que si una enfermedad acarrea una limitación derivada de deficiencias físicas, psíquicas, intelectuales o sensoriales que pueden impedir la participación plena y efectiva de la persona de que se trate en la vida profesional, y la limitación es de larga duración, tal enfermedad puede estar incluida en el concepto de discapacidad. Esta circunstancia es muy importante porque la discapacidad se considera legalmente una causa de discriminación.

En consecuencia, el despido de una persona con discapacidad conllevará una inversión de la carga de la prueba, en el sentido de que, cuando esa persona aporte indicios de discriminación, directa o indirecta, por el mero hecho de ser discapacitada, será el empresario quien deba probar que el despido no se ha producido por esa discriminación. Y si no es capaz de probarlo el despido será calificado como nulo, lo que supone la readmisión del trabajador con el abono de los salarios dejados de percibir durante el tiempo que estuviera despedido (salarios de tramitación). Por el contrario, si nos encontramos ante una persona con una enfermedad de breve duración, y, por tanto, no equiparable a discapacidad, no cabría alegar discriminación como causa de nulidad porque la enfermedad como tal, actualmente, no es considerada una de las causas que pueden dar lugar a discriminación. Pero como la enfermedad, sin más, no es causa de despido, siempre cabría la posibilidad de reclamar la improcedencia del despido que pudiera producirse y ante la que el empresario deberá optar entre abonar una indemnización o readmitir al trabajador con el abono de los salarios de tramitación. Si España tuviera ratificada la versión revisada de la Carta Social Europea del Consejo de Europa, cabría reconocer la enfermedad en sí como causa de discriminación, sin la necesidad de equiparla a la discapacidad.

Ahora bien, la perdurabilidad en el tiempo de una enfermedad también puede desembocar en la extinción del contrato de trabajo cuando dicha perdurabilidad suponga el reconocimiento de una gran invalidez o de una incapacidad total o absoluta para trabajar.

En cualquier caso, el principal problema se produce con las incapacidades temporales por enfermedades comunes. Más allá de la cuestión del despido objetivo que podrá darse cuando se cumplan los requisitos ya mencionados del artículo 52.d del Estatuto de los Trabajadores, pueden darse dos situaciones que conviene tener en cuenta y que se ubican en la dicotomía planteada entre lo exigible, en el sentido de que las bajas deben ser reconocidas, y la tan extendida expresión de que las bajas "se cogen".

Por una parte, el empresario está facultado para verificar el estado de salud del trabajador que sea alegado por este para justificar sus faltas de asistencia al trabajo mediante un reconocimiento a cargo del personal médico. Así, si se llevan a cabo tales reconocimientos y de los mismos derivan indicios de falta de veracidad del estado de salud del trabajador que niegan la situación de imposibilidad para trabajar, el empresario podrá instar a la revisión de la baja médica lo que, en su caso, podrá producir el alta y la obligación del trabajador de reincorporarse al trabajo. En cambio, si el trabajador se niega e incumple la obligación de someterse al reconocimiento médico, la empresa podrá dejar de abonar la parte de la baja que le corresponde en exclusiva, es decir, la correspondiente al período que va desde el cuarto día de baja al decimoquinto, ambos inclusive, así como las eventuales mejoras que sobre la prestación de Seguridad Social puedan corresponder al trabajador por convenio colectivo o contrato de trabajo. Además, si finalmente se declarara la falsedad de la situación de incapacidad laboral por parte de la Seguridad Social, podrían entonces imponerse por la empresa las correspondientes sanciones disciplinarias, incluso, en su caso, procederse al despido, siempre como resultado de acreditarse un incumplimiento laboral.

Por otra parte, la empresa puede acudir a detectives privados con el objetivo de comprobar en situaciones de incapacidad temporal conductas contradictorias con las necesarias para el restablecimiento de la salud. En cualquier caso, dicha medida debe ser siempre proporcionada al objetivo que se pretende alcanzar y llevarse a cabo con respeto a los derechos fundamentales. Pero en el supuesto de apreciarse la contradicción mencionada, el Tribunal Supremo ha manifestado reiteradamente la gravedad de las faltas consistentes en actividades realizadas estando de baja por enfermedad, pues si el trabajador está impedido para consumar la prestación laboral a que contractualmente viene obligado tiene vedado cualquier otro tipo de quehacer, sea en interés ajeno o propio, sobre todo si se tiene en cuenta que su forzada inactividad le es compensada económicamente por la empresa y por la Seguridad Social, a las que perjudica, incurriendo así en la causa de transgresión de la buena fe en el desarrollo del contrato constitutiva de incumplimiento contractual grave y culpable del trabajador, lo que justifica su extinción por decisión del empresario mediante despido.

Todas estas situaciones pueden servir de pista para contextualizar el artículo 52.d en el juego dicotómico entre la buena y la mala fe. Por su parte, el Tribunal Constitucional también parece haber interiorizado dicha dicotomía. En efecto, parte de la premisa de que dicho precepto persigue un interés legítimo no desprovisto de fundamento constitucional: combatir el absentismo laboral como medida de política de empleo porque conlleva costos para el empresario. Por ello, deja en manos de la jurisdicción social, primero, observar si la decisión empresarial de despedir por ausencias intermitentes, aun justificadas, se ajusta a los porcentajes que fija el precepto en cuestión; y, segundo, más allá de esa mera operación mecánica, valorar en cada caso concreto que la aplicación del precepto, con el correspondiente despido, no va más allá de lo necesario para alcanzar la finalidad legítima de proteger los intereses del empresario. Aquí radica la cuestión principal, pues los tribunales no pueden obviar el principio fundamental que da sentido al Derecho del Trabajo, a saber, el principio de conservación del negocio jurídico. Con otras palabras, el empresario, para despedir, debiera justificar que las ausencias del trabajador encuadrables en el artículo 52.d afectan a la viabilidad del proyecto empresarial, lo que es harto difícil ahora que no se requiere, como antaño, que el índice de absentismo total en la empresa suponga un determinado porcentaje en los mismos períodos de tiempo que maneja el precepto. Porcentajes que oscilaron entre el 5% y el 2,5%.