la exposición sobre la reacción social vasca ante el terrorismo ha recorrido las tres capitales de la CAV. En Donostia, se ubicó en el Palacio de Justicia. La muestra de imágenes y documentos ha pretendido crear, según sus responsables, una fotografía de la evolución contradictoria que habría seguido la sociedad vasca a lo largo del tiempo que ha durado el terrorismo.

Sin embargo, también hay que valorar que la exposición recupera imágenes que demuestran que, junto a los sectores de la sociedad vasca que han respaldado distintas modalidades de violencia contra las personas, ha habido siempre un pronunciamiento mayoritario contra los terrorismos, articulado a partir de convocatorias realizadas por colectivos de trabajadores, partidos políticos o sociedad civil. El panel inicial de la exposición, que recoge la opinión de la sociedad vasca, resalta precisamente que ha sido esta constante movilización social el factor decisivo en el final del terrorismo de ETA, factor que sin duda ha influido determinantemente en el abandono de la violencia por parte de la izquierda aber-tzale.

Un comentario al margen. Ahora estaríamos hablando del tiempo de democracia, porque la dictadura respondía a otro patrón. El Estado franquista representó la fuente original de violencia, institucionalizada a través del triunfo de la guerra y el terror subsiguiente. No es innecesario recordarlo. Un Estado de naturaleza violenta, por lo tanto, que carecía de toda credibilidad para instar a la reacción social contra la violencia política que enfrentaban sus fuerzas de seguridad. No obstante, ha de decirse que esto no convierte per se en legítima la violencia de los grupos que le desafiaban. La ETA que comienza a matar no puede atribuirse, desde luego, esa condición de legitimidad por contradicción con la ilegitimidad del régimen al que combatía. Volvamos al hilo. El Estado, las instituciones públicas, pueden instar a la movilización ciudadana desde una posición de crédito social. En este caso, es difícil sostener que lo hizo en condiciones que susciten la suficiente confianza cívica. El fracaso en hacer efectivo el monopolio legal de la fuerza no fue precisamente aleccionador para producir una rebelión cívica contra ETA. Además a nadie se le ocultaba la inviabilidad de conseguir activar la confianza de la mayoría social vasca si se le impedía la participación en las políticas para las que se solicitaba su apoyo.

El eslogan que mejor podría reflejar esta voluntad de las fuerzas vascas de implicarse en la pacificación fue el de Euskadi libre y en paz, que lució en la cabecera de la primera gran manifestación multitudinaria contra el terrorismo, celebrada en octubre de 1978. El menosprecio con el que los promotores de la exposición tratan esta movilización únicamente es explicable desde el sesgo ideológico.

A pesar de haber sido expresamente demandado por el Parlamento Vasco, los responsables políticos del Gobierno español rechazaron toda posibilidad de que hubiera liderazgo vasco en materia de pacificación hasta el año 1987. Craso error que debilitó la unión política vasca y consecuentemente la reacción social. Con el pacto de Ajuria Enea en marcha (1988) pudieron verse las mayores movilizaciones populares de la historia del país. Pero los compromisos que con este pacto contraía el Estado fueron sistemáticamente incumplidos. En esas estábamos cuando vino el pacto de Lizarra. ¿Dividió Lizarra el país? Sí, desde luego. Creó un ambiente propicio para ello. Pero el Pacto Antiterrorista entre PP y PSOE que le siguió (2002) estigmatizó al nacionalismo político que rechazaba la violencia y con ello también desconsideró a una gran parte de la sociedad vasca. Y esta situación afectó las relaciones entre las fuerzas vascas hasta bien entrada la segunda década del siglo XXI.

A menudo, se acusa a la opinión pública vasca de haber sido mayoritariamente partidaria del diálogo para el fin del terrorismo. Cierto. Pero no hay que olvidar ha sido el propio Estado el que ha impulsado iniciativas relevantes en esa misma línea, reconociendo expresamente a ETA como interlocutor. Pues bien, en la muestra exhibida en el Palacio de Justicia donostiarra se critica con razón el Pacto de Lizarra, aunque comprometiera menos al Estado democrático que las negociaciones que Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González, Aznar y Zapatero mantuvieron con la organización terrorista ETA, acontecimientos totalmente ausentes de mención en los paneles expuestos.

Con todo esto, podemos preguntarnos: ¿es posible analizar el comportamiento contradictorio de la sociedad vasca ante el terrorismo sin tomar en cuenta todos los aspectos político-institucionales, igualmente contradictorios, que presenta el problema?

La selección de las imágenes y documentos de la exposición, más el añadido de los comentarios, ya presenta el problema del sesgo. Si a esto se añade que ese juicio se quiere hacer dejando al margen el análisis de los puntos de contacto social y lucha en los espacios primordiales de vida de los vascos, en los encuentros cara a cara y en la resolución de las necesidades cotidianas, lo único que podemos obtener es una imagen muy distorsionada de la realidad.

Más allá de la grandiosidad de los acontecimientos de masas, mucha gente se ha defendido de la agresión totalitaria en los pequeños ámbitos de la vida diaria, en los que la preservación de la libertad es esencial. Los folletos, los carteles y las pegatinas recogidos en la muestra, si no se advierte del marco limitado en el que se encuadran, no nos acercan a la verdad, más bien nos alejan de ella.