las medidas económicas anunciadas por la nueva primera ministra de Gran Bretaña, Liz Truss, a las tres semanas de acceder al cargo, en la que se contempla una rebaja de los impuestos a las clases más altas por un valor de 50.000 millones de euros y unas ayudas de 70.000 millones de euros para paliar el alza del precio de las energías para que los hogares británicos puedan pasar el invierno, lo que elevaría la deuda pública en casi 200.000 millones de euros, son difíciles de entender no ya en un país serio –como parece que hasta ahora lo era el Reino Unido–, sino por la frivolidad con la que actúan algunos gobernantes y que, por motivos estrictamente políticos y electorales, lanzan cualquier ocurrencia, sin tener en cuenta la difícil coyuntura en la que estamos. Antes fue el brexit y ahora el regreso de las políticas “tatcherianas”.

Sorprende que un plan económico de esta magnitud, que va a provocar un desequilibrio tan flagrante en las cuentas públicas de un país y que va en contra de toda lógica y sentido común, no haya sido antes testado por algún economista reputado –que seguro habrá en el Partido Conservador británico–, y haber analizado en profundidad sus consecuencias, en un momento en que donde deben de prevalecer las políticas de confianza del sector público y no las de liberalización de los mercados y las bajadas de impuestos, como ha quedado demostrado con la crisis económica provocada por el covid-19.

Truss ha puesto por encima su ideología ultraconservadora, queriendo emular a su idolatrada Margaret Tatcher, sin darse cuenta que las políticas neoliberales que ella puso en marcha en los años 80, en sintonía con su amigo Ronald Reagan, no pueden repetirse miméticamente porque los ciclos y las coyunturas económicas son cambiantes y diferentes. La Dama de Hierro se lanzó a rebajar impuestos y recortes en el gasto social en una situación de recesión e inflación disparada, con un Partido Laborista inexistente y un país casi paralizado por los conflictos laborales, mientras que ahora Truss tiene ante sí una subida alocada de los precios de los productos de primera necesidad y materias primas, problemas en la cadena de suministros, a lo que hay que añadir las consecuencias geopolíticas de la invasión rusa de Ucrania y los altos precios de la energía, etc.

La ocurrencia de Truss, que planteaba reducir al 1% más rico de los británicos el impuesto sobre la renta al tipo del 45% en rentas superiores a 196.080 euros, provocó la inmediata reacción de los mercados y, posteriormente, de su propio partido, en el que muchos de sus parlamentarios expresaron su disposición contraria a las medidas, lo que le ha hecho rectificar y fijar el gravamen en el 40%.

La consecuencia de esta frivolidad ha sido la devaluación de la libra, paralela a la subida de los tipos de interés y la intervención de urgencia del Banco de Inglaterra, que tuvo que inyectar 65.000 millones de libras para salvar los fondos de pensiones privados. Y, por si fuera poco, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha expresado su rechazo a estas medidas que han provocado que la agencia de rating S&P rebaje de “estable” a “negativa” la calificación económica actual del Reino Unido.

La teoría neoliberal de que la bajada de los impuestos y la liberalización de los mercados incentivan la inversión, y, en consecuencia, se produce un crecimiento de la economía es una cuestión que empíricamente no se sostiene no ya por la tozuda realidad, sino por los estudios técnicos que avalan lo contrario. Raras veces la reducción de impuestos reportan aumentos de la recaudación fiscal, a no ser que lo que se pretenda es convertir al Reino Unido en una especie de paraíso fiscal.

Detrás de estas medidas existe una fuerte impronta ideológica que quiere borrar de cuajo el estado de bienestar que los países europeos se han dotado desde la Segunda Guerra Mundial, destruir conceptos con la redistribución de la riqueza en favor de la cohesión social y eliminar el papel de los gobiernos en el desarrollo económico y social de sus países, desde la idea de que la desregularización incentiva la economía no solo en beneficio de los ricos, sino también de los que menos tienen. Una auténtica falacia que lo único que consigue es aumentar más las desigualdades sociales.

Y esto mismo, aunque no lo dicen de manera clara, es lo que está pretendiendo el PP de Feijóo, que tiene como mantra el reiterativo eslogan de Bajar, bajar y bajar impuestos, tal y como hace unos días lo verbalizó el presidente del PP vasco, Carlos Iturgaiz.

Cuando una idea, aunque sea falsa, de tanto repetirla como si fuera un mantra, parece hacerse verosímil, no cabe más recurso que ir a los datos y poder comprobar que comunidades del Estado que no han suprimido el impuesto de Patrimonio, como ha hecho Madrid desde el año 2011 –al que parece sumarse ahora Andalucía y Galicia, con bonificaciones del 100% y del 50%, respectivamente–, han ganado más contribuyentes ricos que la región gobernada por Isabel Díaz Ayuso.

Según datos hechos públicos por el diario económico Cinco Días, desde el año 2012, un ejercicio después de que acabase en la práctica con el gravamen, Madrid ha ganado un 25% de declarantes con grandes fortunas, mientras que Aragón registra una subida por encima del 166%, Baleares del 32% y Valencia del 30%. Y todo ello sin olvidar el efecto de capitalidad que tiene Madrid y que provoca que muchas fortunas se hayan asentado en esta comunidad de manera natural. En el caso de Gipuzkoa, el número de contribuyentes del Impuesto de Patrimonio ha aumentado desde el año 2015 en 1.099, con una aportación a las arcas de la Hacienda Foral que alcanzó los 68,6 millones de euros en el pasado ejercicio.

Cuando el presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, justifica la retirada del impuesto de Patrimonio para “robar ricos a Catalunya”, lo que debería de hacer es preocuparse más por buscar la forma de destinar más recursos al desarrollo económico y social de su región. Por ejemplo, en el capítulo de Educación, en donde en este año, el gasto por alumno es de 5.442 euros frente a los 9.868 euros de la Comunidad Autónoma Vasca (CAV), es decir, un 81% más que la región andaluza, que está a la cola del ránking estatal por detrás de Madrid. ¡Qué casualidad!

En materia de Sanidad, la situación es aún peor porque en el año 2020 –los últimos datos que se tienen–, Andalucía era la comunidad autónoma del Estado con menos inversión en salud pública por habitante. Según datos del Ministerio de Sanidad, la Junta de Andalucía sólo gastó 1.398 euros por ciudadano, 550 menos que la CAV, que de nuevo figura a la cabeza del Estado por este concepto con 1.948 euros de media.

El líder conservador andaluz debería también preocuparse por implementar políticas económicas que sirvan para aumentar el PIB per cápita de sus ciudadanos, que se sitúa en 17.747 euros, frente a los 35.254 euros de los vascos, y tratar de reducir la elevada tasa de paro, que alcanza el 18,2% y que en la CAV se sitúa en el 9,2%.

Con este panorama y en la situación de incertidumbre en la que nos encontramos, en vísperas de una gran recesión, parece que lo pertinente y responsable sea no bajar los impuestos. No vaya a ser que por esa carrera electoral de querer implementar a toda costa una ideología neoliberal, como la que proclama el PP, se ponga en situación de ruina a todo un país en tan solo unos días, como le ha ocurrido al Reino Unido por la insensatez de su primera ministra. Corren otros tiempos.