a gente apelotonada alrededor de las hogueras de San Juan corre a refugiarse de la lluvia en los soportales y los toldos como si huyera de un velociraptor de Jurassic Park. La tromba de agua casi apaga el fuego, pero no la fiesta que en Irun acaba de arrancar después de dos años sin sanmarciales. En otros muchos barrios y pueblos de Gipuzkoa la escena se repite: vuelven a nuestras vidas unas fiestas, unos actos, unos brindis y unas cenas que, cuando no teníamos ni idea de nada pero creíamos saberlo todo, asumíamos que siempre estarían ahí. El año que viene en el mismo sitio a la misma hora. Pues no, porque la vida no iba así: en 2020 saltó todo por los aires y un virus que sigue entre nosotros nos recordó que es posible perder hasta lo imperdible. Los constructores del Titanic creían que aquel barco jamás podía hundirse. Hoy quizá ya sepamos de la fragilidad de la vida. Preferimos obviarla y vivirla. Paradojas. Las ganas de recuperar el tiempo perdido, aunque suene imposible, mandan. Vuelven las conversaciones trascendentales a la puerta del bar a esa hora en la que la noche ya es madrugada y los adolescentes a los que la pandemia les robó el primer amor saltan ya al segundo. Sin saber qué otoño vendrá, arranca el verano. Carpe diem, carpe noctem, y que sea lo que tenga que ser. l