bamos de paso, emitiendo CO2 por una carretera desconocida, cuando me invadió el estrés del turista. Así que le dimos al Google y, tras realizar precisos cálculos, apuntamos a un rinconcito oscense llamado Angüés. No sé si había uno o más bares en el pueblo, de 370 habitantes, pero urgí a mi esposa a llamar por teléfono para reservar mesa. Me temo que la llamada cogió a pie cambiado a la mujer que respondió al otro lado del hilo. Ni nos cogió el nombre. Al llegar, no tardé en hacerme la composición de lugar. Me identifiqué en la barra: "Somos los que hemos llamado por teléfono para reservar". No hizo falta más. Como soy curioso, me interesé por saber dónde paraba y leí que en las últimas elecciones arrasó el MPMA: Mujeres por el Municipio de Angüés. Su meta no es otra que frenar la sangría poblacional de esta pequeña localidad. Resucitarla. Remangadas en ello andan. Además, comer allí, en el bar Rosales al menos, es un pequeño descubrimiento para las personas poco pretenciosas como yo: lentejas, churrasco y flan de huevo. Con un café cortado, por supuesto. Comida casera, variada y buen servicio, sin malas caras porque los niños compartan un menú. Total: 42,90 euros por cuatro personas. Mis respetos, eso sí, para el bocatita de jamón serrano del área de servicio a diez euros y a sus miles de adeptos.