os más viejos del lugar recordarán la imagen porque dio la vuelta el mundo, que en los años 80 venía a ser lo que hoy conocemos como hacerse viral. Sucedió en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Aunque parezca mentira, era la primera vez que el maratón femenino figuraba en el programa olímpico. Hasta entonces la máxima distancia que se permitía correr a las mujeres eran los 1.500 metros. En Los Ángeles se incluyeron los 3.000 metros lisos y el maratón (los 3.000 metros obstáculos femeninos, por ejemplo, se introdujeron hace solo trece años, en Pekín 2008). El caso es que aquella tórrida jornada en el Memorial Coliseum de Los Ángeles, con una humedad brutal, la suiza Gabriela Andersen entró en la meta dando tumbos. Sufrió un golpe de calor que convirtió sus últimos 200 metros en un suplicio. El pasado fin de semana se vivió una escena muy parecida en el Western States 100, el ultramaratón (166 kilómetros) más antiguo del mundo, de California. El último clasificado entró en meta retorcido, grogui, exhausto, entre gritos eufóricos del público. Llegó a un minuto de que se cumpliera el tiempo límite de 30 horas. Y el debate está abierto. ¿Se debe permitir a un corredor llevar su esfuerzo al extremo o cada uno es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera?