fuerza de incumplir la mayoría de las promesas que se hacen en campaña electoral, los votantes, ya escarmentados, hace tiempo que dejaron de creer en los mensajes que se proclaman en esas dos semanas de pugna por el voto ciudadano. En general, todos hemos interiorizado que se trata de un periodo excepcional en el que todo vale por captar la atención del ciudadano, por llegar a la fibra que activa la movilización o, sin más, por venderse como la opción menos mala, lo que también da votos. Como no existe un organismo que evalúe el grado de cumplimiento de lo que se promete, se suceden las elecciones una detrás de otra acumulando a su paso montañas de propuestas, proyectos e intenciones para llenar un vertedero electoral. En estos tiempos de reciclaje y economía circular, todo es aprovechable, y por qué no, también las promesas de lo que una vez se vendió y caducó tan pronto comenzó el tiempo de gobierno. Creo que todos los que tenemos una edad se nos ha encendido una luz en el cerebro cuando esta semana hemos oído a Pedro Sánchez su promesa de que creará 800.000 puestos de trabajo con el impulso de las ayudas europeas. Exactamente, la promesa estrella con la que Felipe González accedió por primera vez al Gobierno español en 1982. Una promesa que hizo aguas tan pronto como se pisó la moqueta del poder y que 38 años después parece hecha con la inconfesable intención de enterrar para siempre a su autor.