l poder y el respeto son las dos caras de la misma moneda. Hoy, 73 salas de todo el Estado estrenarán Akelarre, de Pablo Agüero, un largometraje que si de algo habla es de dónde reside el primero. Pues bien, lo hace en el mismo lugar en el que habita el respeto: en el imaginario del otro. Las brujas solo suponen una amenaza porque la Inquisición creyó en ellas como un contrapeso y la Inquisición era poderosa porque estaba respaldada por un sistema de creencias -y temores- que era eje de la sociedad del momento -y no tan del momento-. Por lo tanto, hasta aquí lo obvio, el poder reside en lo que la gente quiere creer. ¿Y qué ocurre con el respeto? Pues que cuando se pierde, como fichas de dominó, también cae el poder. Es más que probable que al desnudo monarca protagonista de El traje nuevo del emperador sus súbditos nunca le mirasen igual; sus decisiones seguro que a duras penas tuvieron el mismo valor, sobre todo, cuando como réplica se encontraba con una carcajada. El problema es cuando el respeto, justificado o no, se le pierde al individuo, al mindundi, no al estamento; es cuando desaparece el único poder de la persona, la dignidad. Y eso no hay quien lo levante, como dice un buen amigo, ni ganando un oro olímpico.