on la nueva normalidad han asomado al primer plano asuntos que parecían enterrados bajo el peso de la pandemia. Esta semana, los presos catalanes han vuelto a ser noticia porque el Tribunal Supremo ha decidido encerrarlos a cal y canto, privándoles de los beneficios, como el tercer grado o la posibilidad de salir de prisión para trabajar, que fueron aprobados desde criterios de gestión penitenciara. De nuevo la justicia española, que también esta semana ha tenido que remediar la sentencia del caso Bateragune tras el tirón de orejas europeo por parcialidad contra los acusados, se ha erigido en punta de lanza contra el independentismo. Antes lo fue con su desproporcionada sentencia del procés y ahora con un afán vigilante de la pena que ahonda todavía más en la herida de un conflicto político que solo se resolverá desde parámetros políticos. A los jueces y fiscales les preocupa la sensación de impunidad de unos procesados modélicos durante su reclusión, acudiendo a trabajar como cualquier otro ciudadano. Curioso esto de la impunidad en un país cuyo jefe del estado actuó consciente de ello ante el baboseo general con los resultados que ahora se publican. Claro que el emérito se disculpó con la cadera todavía doliente y dijo que no iba a volver a ocurrir. Todo lo que podía ocurrir ya había ocurrido.