a no nos miramos a la cara, nos miramos a la mascarilla. Ya no nos tocamos, ya no nos abrazamos, ya no nos acariciamos. Hacemos un ligero movimiento de cabeza, un saludo antes reservado para los lejanos y desconocidos. Y de pronto, están bien vistos los codazos, que hasta hace poco quedaban para la gente que se abría camino de malos modos. No nos damos la mano, no nos besamos, no nos susurramos. Nos han cambiado las reglas de juego en mitad de la partida. Y tomamos distancia. Con la gente que queremos, por miedo a lastimarla. Con los demás, porque nos lo imponen las nuevas normas. Tomamos demasiadas distancias en una sociedad que ya antes, nos alertaban, se nos estaba quedando individualista, egoísta y un tanto miope. Ahora es un problema mayor esto de la miopía porque si antes no veíamos de lejos y ahora todo el mundo se sitúa lejos, no tardará en que los que están solos se sientan más solos, en que los que solo miran a lo suyo crean que en realidad es porque no hay nada más que mirar, y las gafas con la mascarilla casan muy mal porque se empañan los cristales. Ahora, ¿quién sujeta la puerta a otro, quién ayuda a levantarse al que se ha caído? A ver cómo hacemos para que de esta no salgamos mucho peor que entramos, no solo en lo de la enfermedad del coronavirus, también en todo lo demás.