isculpen si caigo en cierta frivolidad en unos días tan duros, pero casi lo necesito como terapia, como también son terapéuticas esas charlas con amigas y familia haciendo uso de distintos sistemas que, me lo reconocerán, funcionan de aquella manera. Cuando la imagen no queda paralizada, alguien silencia su micrófono o se pone a contraluz y solo se le intuye la cara (eso, lo reconozco, me pasa muchas veces). Las conversaciones se centran en el maldito virus pero también hay espacio para chascarrillos y planes futuros. Y, cómo no, estos chats permiten que nos consolemos comprobando que la que te habla desde el salón de su casa tiene tantas canas como tú. Yo empecé el confinamiento con cierta dignidad, con una cinta estrecha en el pelo salvaba la situación. Según pasaban los días la cinta tenía que ser más ancha y acabó siendo un pañuelo, casi un turbante. La cosa es que he decidido teñirme en casa, que no se entere mi peluquera, con resultado desigual. Cuando digo desigual es porque lo es: no es igual por delante que por detrás, pero me vale para salir más mona en pantalla. La maldita cámara no me echa una mano y me saca con muchas arrugas y con bastantes ojeras. Tendré que maquillarme. En fin, qué estrés, pero de depilarme nada, que no se ve.