Las dos grandes familias del nacionalismo vasco están renovando sus cargos dirigentes, ignoro si mediante un proceso democrático interno, un congreso a la búlgara o un aquí tienes el menú, lo tomas o te marchas. La militancia juzgará. En verdad lo interesante para el resto no es la renovación de los nombres sino la de las ideas, y por eso preocupa la continuidad de los mismos si eso significa, y suele significar, la continuidad de lo mismo. No sé si me explico.

El país ha cambiado más esta década que en las tres o cuatro anteriores. La rápida transformación es impepinable. Lo ha hecho demográficamente, socialmente, educativamente, económicamente, religiosamente, lingüísticamente, culturalmente y lo que te rondaré, morena, morenamente. Quien piense que tanta mudanza no influye políticamente, y que el baile antiguo sirve para la nueva música, vive en la luna o, peor, lo simula a la espera de la jubilación. Y que arree el de atrás con la coctelera.

Nunca el nacionalismo moderno, entendido como legítimo deseo de protección de un modo de vida propio, se ha enfrentado a un reto tan urgente. Está obligado por imperativo histórico e ideológico a jugar la Champions. Y, mientras que por otros lares ya disputan el partido, por fortuna dándole al coco o por desgracia a patada limpia, aquí aún se estilan los encuentros amistosos, el todo va bien, aunque mucho vaya mal. Los cincuentones recordarán a Javier Krahe, mucho partido, pero ¿es socialista, es obrero, o es español solamente? De igual forma es legítimo preguntarse ¿es nacionalista, es abertzale, es vasco, es navarro? Pues tampoco cien por cien… si tan globalista, también.