Yo no tengo muy claro si se debe resignificar un monumento, y menos antes de analizar cómo quedará. Con Los Caídos el cuerpo pide el derribo, pues cualquier vacío es más hermoso que ese mazacote. Sin embargo, ya digo, hasta comprobar cómo lo disfrazan me abstengo de emitir un juicio. Lo que sí tengo muy claro es que aborrezco la resignificación de las personas, por muy monumentales que las consideremos. Y más si son críos.
Al grano. El pasado sábado Arnaldo Otegi gritó al término de la manifa que “los ojos de Maravillas Lamberto son los de Euskal Herria, antifascista, abertzale y socialista”. Se comprende, cómo no, la conversión de aquel infanticidio en símbolo contra la barbarie e imagen del dolor republicano. En cambio, resulta ignominioso apropiarse de la memoria de la niña de Larraga, vejada, violada y asesinada en 1936, y endilgarle todo un paquete ideológico partidista. Solo ha faltado añadir que su mirada rezuma ecologismo.
Mucho solemos lamentar la utilización sectaria de las víctimas, y ya ven. A saber qué pensaría ahora Maravillas sobre Euskal Herria, el socialismo, el abertzalismo y el antifascismo. Tal vez a su padre, militante de UGT, se le haría un poco extraña la reivindicación conjunta de tan variado cóctel. Puestos a actualizar iconos, el destino de ese hombre recuerda más al de Isaías Carrasco, con quien al menos compartía color sindical y muerte canallesca. Aun así, sería muy atrevido afirmar, por ejemplo, que sus manos, las de Vicente el campesino, labran hoy la España unida y constitucional. Pero, en fin, quiénes somos para dudar de las güijas ajenas. Todo vale para el puchero, también por cierto resignificado.