Hace días entrevistaban en Berria al líder socialista vasco, y afirmaba que no le veía ningún sentido a la idea de una selección nacional propia, o sea más propia, para entendernos. Supongo que se refería a la de fútbol, y de paso a las demás. La rechazaba por dos razones: la primera, esa reivindicación no le parece más que un capricho identitario; la segunda, desde el punto de vista competitivo prefiere a la selección actual, la oficial, para entendernos también. Se le olvidó una tercera razón, la más sincera: como español ya tengo la mía.

Y es que cuando tienes la tuya te da igual que de hecho sea un símbolo público de tu identidad, como lo son todas las selecciones nacionales. Hasta el momento no hay noticia de ninguna cuya hinchada lleve la bandera azul de las playas y cante el himno de la alegría. Cuando tienes la tuya tampoco exiges que gane campeonatos para que siga siendo la tuya. Yo al menos no conozco a ningún maltés cuya selección sea hoy la argentina, ni Manolo el del Bombo ha sido nunca brasileño, alemán ni italiano.

Uno comprende, cómo no, a quien no desea gastar ni un minuto en historias que no le interesan. A mí me pasa incluso con las que me interesan. Ahora bien, milongas las justas, pues si algo no se ve en las casas, bares, plazas y gradas cuando juega España son ciudadanos del mundo y neutros amigos del deporte. Tampoco tienen pinta de apátridas ni de meros espectadores los que se apenan cuando pierde. Ni falta que hace. Luzca usted con orgullo su camiseta, exija una pantalla gigante si le place, pero no me cuente que es para degustar un Inglaterra-Francia.