Si los datos no fallan, tres personas han sido heridas de gravedad por pelotazos de la Ertzaintza en las últimas semanas. Alguna más se ha ido a casa con la espalda caliente y el peroné roto. El reparto de mandobles arbitrarios ha alcanzado incluso a un agente infiltrado. Alguien pensará que son cifras ordinarias en un país normal. Yo no lo creo. Lo que sí sé con seguridad es que en un país normal rechazar ciertas actuaciones policiales no te hace cómplice de los violentos ni enemigo del autogobierno. Tampoco te convierte en tonto útil de una supuesta estrategia de desgaste ni en marioneta política de nadie. Es verdad que no hemos nacido ayer para tragarnos cualquier milonga. Pero si digo cualquiera, quiero decir cualquiera, la suelte un vecino con casco o con capucha.

En un país normal, cuando se afirma que la Policía se ha pasado tres pueblos la tarea del gobernante es investigar a fondo los hechos para desmentir la acusación –demostrar con pruebas que es mentira– o para asumirla con disgusto y obrar en consecuencia. Lo rarísimo es tirar de un viejo y terrible comodín y vender que el paisanaje se divide entre quienes odian a una institución por ser quien es y quienes la deben amar por la misma razón, como si en vez de la Ertzaintza fuera el Real Madrid.

Hay pocos países en el mundo, sean normales o anormales, donde los maromos antidisturbios se comporten siempre con exquisita profesionalidad. También son pocos aquellos donde para ser patriota o ejercer de mero ciudadano se exija aprobar y aplaudir todas sus operaciones, amén, amén y amén. Yo aspiro a que en el mío los excesos sean excepción y su crítica la norma. Qué menos.