iñigo Urkullu ha pedido, demandado, solicitado, reclamado o exigido, según quien cuente la película, la competencia de migración, y lo ha hecho antes o después de Carles Puigdemont, con fecha también a gusto del glosador. Lo único seguro es que no han actuado al mismo tiempo y que por ello han provocado un cabreo doble y consecutivo. Cuando el patriota centrípeto creía haber gastado todas las reservas de ira en recuerdo de la madre de uno, ha tenido que bajar al desván del odio en busca de esputos ya añejos para dedicárselos a la madre del otro. Yo no sé si España se rompe, pero con semejante ajetreo seguro que se cansa.
Lo sorprendente es que importe tanto quién gestione la política migratoria y tan poco qué hará con ella. Sobre sus intenciones no es que nadie chille: es que gobierna el silencio. Y sin embargo si algo a estas alturas debería alegrarnos no es tener un mandamás local en lugar de foráneo al frente del departamento, sino disponer de alguien que haya viajado a Suecia, Alemania, Francia y Bélgica, conozca de primera mano los problemas que allí están padeciendo y se comprometa a no cometer los mismos errores, a veces fruto de un buenismo excesivo, a veces resultado de una peligrosísima ignorancia sobre la historia, la cultura y la fe del prójimo.
En principio es preferible que sea una institución cercana quien se ocupe de los asuntos cercanos, pero puede ocurrir que ebrios de proximidad caigamos en la miopía. De modo que mientras no aclaren para qué se usará esa famosa competencia yo seguiré deseando que la dirija un realista competente, sea vasco, murciano o chiquistaní.