Un fin de año nos disfrazamos de momias envolviéndonos en papel higiénico, salimos a la calle y el aguacero tardó en desnudarnos medio minuto. Ahí se constató la necesidad de una inteligencia artificial. De modo que anduvimos de bar en bar explicando a quien se acercara que no íbamos de idiotas en calzoncillos, sino de cadáveres bajo la tormenta. Aquel patético peregrinaje hoy me parece una procesión de eruditos grecolatinos si se compara con el planazo al que se apuntaron cientos de patriotas para celebrar la Nochevieja: comerse las uvas frente a la sede de un partido político y en una berrea paleolítica apalear, bastonear, golpear y patalear una piñata con la cara del presidente hasta desfigurarla.
Sin despreciar la lectura ética e ideológica de la astracanada, ni la valoración jurídica y policial, me temo que estamos olvidando la vertiente psiquiátrica. Pues antes de sentar a un sujeto en el banquillo se ha de analizar su salud emocional, difícil de aprobar a la vista de los acontecimientos. Ya me dirán qué ser humano prefiere soltar alaridos a un muñeco en vez de oír campanadas junto a la gente que quiere, alzar estacas en lugar de copazos, sustituir el encuentro con la familia, los amigos y con uno mismo por una danza gregaria de odio y tedio. Tenía razón Javier Krahe y no todo va a ser follar, pero estos revoltosos se han superado en su fanática abstinencia. Lo más grave no es lo que hicieron en Ferraz: es que no tuvieran nada mejor que hacer un 31 de diciembre. Dan ganas de invitarlos a las sobras, ese alicaído langostino con restos de mayonesa también ansioso de cariño.