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Mar de fondo

La nada

La nada

Mi vacuna contra el contagio, allá por los ochenta, cuando el virus se extendía por aulas, katxis y lemas, fue cerebral. Por supuesto latía un impulso ético, pero ética tenemos todos y aquí eso nunca fue, ni es, un remedio suficiente. De modo que antes que el testimonio de las víctimas, entonces apenas sombra muda junto al ataúd, alimentó mi rechazo del terrorismo la propia cháchara de los verdugos. Escuchaba sus arengas bélicas en mítines, manis y conciertos, leía sus justificaciones en los medios afines, y aquel mejunje indigerible me curó para siempre. No sólo es que estuviera feo extorsionar, amenazar, secuestrar y matar; es que a poco que se reflexionara no había por dónde cogerlo. Para cuando llegaron los libros y documentales sobre los asesinados, ya me habían convencido, a la contra, las oníricas homilías de los pistoleros.

Por eso me parece absurda la idea de retirar una entrevista porque “blanquea el terrorismo”. Por un lado, se presupone que el autor alberga esa intención o, al menos, ese defecto, lo cual es mucho presuponer sin haberla visto. Por otro, se decide que su exhibición tendrá un efecto venenoso en el espectador, efecto que no alcanza a esa elite censora sin riesgo de contaminación. Y, por último, porque considero una especie en extinción, si alguna vez existió, esa que al oír hablar, en lugar de disparar, a un apologista del terror se diga: “Hostia, este tío lleva razón”. Más bien sucede lo contrario. Por desgracia, y así nos ha ido, había cierta épica atractiva en aquello de la lucha armada. Sin capuchas va quedando la nada, la dolorosa e interesante muestra de la nada.