Uno de cada tres nacidos aquí tiene progenitores extranjeros, y la principal comunidad inmigrante es la marroquí. En ella hay 3,5 hijos de media. Con los matices que se quieran, es un ejemplo del enorme cambio por el que está pasando esta sociedad, y me cuido mucho de escribir que lo está sufriendo este pueblo. No pienso así. Sin embargo, sólo un negacionista osaría desdeñar sus consecuencias sociales y culturales. Algunos alcanzan el orgasmo Hare Krishna, pues aun admitiéndolas ven todas ellas positivas. Ni siquiera se limitan a considerarlas inevitables. Suelen vivir en el monte, en la inopia, en la hipocresía o en el ideal.

La ceguera también afecta a cierto vasquismo. Aferrado a respuestas políticas, avejentadas y voluntaristas, no parece percatarse de que las preguntas hoy son otras. Por un lado, está ya probado que el euskera es más importante para el nacionalismo que para el nacionalista. No sé si me explico. Por otro lado, el vecino de siempre ya ha tenido medio siglo para decidir si le merece la pena aprenderlo. Y, por último, salvo excepciones que enseguida publicitamos, al recién llegado le importa tanto el vascuence como a usted el quechua y el bereber.

Así pues, ¿resulta viable su expansión como lengua vehicular entre gente, local o foránea, a quien no le interesa para nada?, ¿no es acaso más práctico fomentarla y pluralizarla entre quienes de verdad desean mantenerla y utilizarla? Sin duda ahorraríamos recursos, neuronas, disgustos y frustraciones. Lo tengo dicho: es preferible conformar una minoría variada, dinámica y consciente, tratada con respeto, a colorear una engañosa mayoría.