La corrupción enfanga la política española hasta la náusea. Además, no hay marcha atrás. Solo puede ir ya a peor, mentiras incluidas. Aldama, Hafesa, Leire, Gallardo, Ábalos, Koldo, las dos UCO y esos audios (¿fabricados?) que esperan en más de una redacción para su filtración estratégica. Todo un calvario para los socialistas. Una angustiosa zozobra para su cariacontecido socio. La estabilidad del Gobierno Sánchez transita carcomida. Su credibilidad se arrastra cada mañana ante las sacudidas de nuevas vergonzantes denuncias, verdaderas o amañadas. Las instituciones han quedado reducidas indignamente al debate estercolero. Solo hay espacio para las acusaciones recíprocas, el ruido y una irrefrenable escalada verbal. Una auténtica prueba de fuego para quienes secundaron la investidura del actual presidente, sorprendentemente demasiado silencioso ante la avalancha rival. La derecha ha mordido para no soltarlo el hueso que le han puesto servido en la mesa. Y se ha echado a la calle.
Por motivos más digeribles, Sánchez se retiró aquellos días al diván. Aquella conmoción política sobre tan enigmática reflexión –al final, simplemente fue una táctica dilatoria– tendría ahora plena vigencia. Quedaría justificada sin dificultad alguna. La sombra cada vez menos opaca de la corrupción acecha de nuevo al PSOE. Desgraciadamente para los ratios de solvencia ética aparece otro gobierno envuelto en la sospecha de la depravación. No hay tregua para la dignidad. Surgen en la escena de la perversión nuevos comisionistas y trileros empresarios sin pudor cuando todavía siguen esparcidos rescoldos judiciales de las andanzas estraperlistas del PP. La regeneración suena a quimera.
Feijóo se frota las manos. La coyuntura le empieza a sonreír. El desgaste de Sánchez y del PSOE parecen incuestionables. Tampoco en una mirada de luces largas le perjudica que la juez coloque muy cerca del banquillo al novio de Díaz Ayuso por fraude fiscal y falsificación documental después de tantos regates dilatorios. Y aún queda el escándalo de los muertos en las residencias. El líder gallego tiene motivos para sentirse envalentonado por el fango pestilente que destilan esos audios tan lacerantes para la honestidad socialista. Quizá por eso habla sin tapujos de mafia y permite a los suyos aludir a Sicilia en sede parlamentaria. Entiende que ha llegado el tiempo propio para la revancha dialéctica tras haber sufrido en sus carnes la caída de Rajoy, las tropelías de Bárcenas o el encarcelamiento de tantos dirigentes del partido por confundir el dinero público con el suyo. El PP exige que se aplique ahora la misma ley del Talión. Deberá esperar. Todavía no existe ese clamor. Ahora bien, en este clima irrespirable por agobiante, cabe preguntarse hasta cuándo puede resistir la izquierda sin tirar la toalla.
No es la firmeza una cualidad de los grandes partidos para atajar sus sangrías internas. Ahí sigue Mazón desafiando a la honradez, la empatía y la verdad y ahora más acorazado tras recibir el apoyo de la ultraderecha para aprobar los presupuestos como salvavidas temporal. Ocurre con el abyecto comportamiento del extremeño Gallardo, vivo reflejo de la inmoralidad hecha cuerpo en política. Ninguno de ambos políticos ha recibido siquiera un coscorrón de sus superiores. Tampoco se espera mayor castigo para la desafiante deslenguada Leire Díez por haber sumergido a los suyos en un laberinto de intrincada escapatoria, sobre todo refugiándose en peregrinas justificaciones que aún provocan mayor hilaridad.
Y la OPA por el medio
En un intento de marcar sello ideológico propio por encima del vendaval mediático, el Gobierno tercia sin disimulo en la OPA del BBVA al Sabadell. Una intervención controvertida como mínimo que disgusta sobremanera en la Unión Europea porque se advierte un sesgo político difícilmente comprensible en semejantes asuntos. Pero Sánchez no se va a arrugar en la mesa del Consejo de Ministros. Sabe que en Catalunya existe un mayoritario sentimiento empresarial y partidista que aboga por el fracaso de esta operación. No parece probable que el presidente contraríe finalmente a quienes tanto debe ahora y en un futuro electoral, justo cuando atraviesa por uno de sus momentos más resbaladizos.
En cualquier caso, la decisión sobre la OPA lleva adherida otra bomba de relojería para la credibilidad del Gobierno. Ha bastado su decidida intromisión en el proceso y su insólita consulta pública para que vuelvan a aparecer los fantasmas de una impertérrita dependencia de las exigencias catalanistas que tanto vienen desgastando a Sánchez dentro y fuera de su propio país.