Un alma del PP pasa, por fin, de las musas al teatro. La otra continúa irreductible. En algunas plantas de Génova empiezan a conectar con la calle. En el Senado, en cambio, los halcones siguen a lo suyo. Mientras su inesperada propuesta sobre la Ley de Conciliación abre la puerta al debate y a la esperanza de un deseado giro en su manual de confrontación hostil permanente, viene el batallón troglodita y cede una sede parlamentaria para abrazar un movimiento antiabortista plagado de reaccionarios europeos. En todo caso, Feijóo ha decidido aterrizar pisando el suelo que comparte el ciudadano medio. No le resultará fácil la catarsis. A su séquito, además, le pesan las alas para abordar tan estratégica maniobra y, por supuesto, siempre les quedará a mano la sutil tentación para acordarse de Begoña Gómez, las cesiones a Puigdemont o la parálisis legislativa.
Quizá consciente de que la legislatura tiene gasolina o, sencillamente, de que ha llegado el momento de mostrar la cara propositiva, el PP ha bajado del monte para un rato. Lo ha hecho casualmente en un contexto donde la conciliación, la vivienda o el horario laboral parecen haber opacado la tediosa verborrea recurrente sobre el cupo catalán, Venezuela y México o la amnistía que no llega. Tal vez sea un simple espejismo a modo de tregua. O posiblemente el necesario advenimiento a la sensatez. Por esa rendija se ha colado la proposición popular que, de hecho, ha pillado con el pie cambiado al Gobierno. Tan aturdidos que solo han sabido responder con el desprecio. En primer grado, hasta resulta comprensible porque no se lo podían imaginar, tan acostumbrados durante interminables semanas a los soniquetes contra Puente, Marlaska, Bolaños o el sanchismo como mal ejemplo español. Pasados los días, ya resulta menos admisible el desdén socialista, más propio de la soberbia. Sumar, sin embargo, entiende que hay una aportación plausible de entrada, sobre todo porque hasta ahora era inimaginable.
Alentado por la esperanzadora acogida a su golpe de efecto, Feijóo se ha adentrado también por la senda del horario laboral. Lo ha hecho con tanto ahínco que hasta el presidente de la patronal se ha sorprendido, cuando no contrariado. Garamendi bien pudiera pensar que en este debate tendría como aliado al PP. No será así y semejante sorpresa merece por sí misma la atención. Una maniobra de este calado confirma el aterrizaje social que, en verdad, se hacía perentorio. Ahora bien, basta una mirada retrospectiva nada lejana para que nadie asegure hasta dónde llegará su período de vigencia. La envolvente del Senado repugna.
Tampoco faltarán motivos para que el PP saque la guadaña. La mancha de tinta sobre Begoña Gómez sigue extendiéndose. No parece muy fácil ese revolcón descalificador del juez Peinado que esperan con singular ansiedad en muchos cuarteles judiciales, periodísticos, políticos y, sobremanera, en La Moncloa. Por si faltaran alicientes en esta trama, la desafiante comparecencia de la investigada, planificada intencionadamente para reducir a la nimiedad el culebrón judicial, tampoco acobarda a los instigadores de la causa. Ni siquiera la fundada controversia sobre el control de los medios acalla ni desvía cada movimiento de la instrucción sobre las gestiones nada éticas de la esposa del presidente.
El peso de los jueces
Siguen las togas espolvoreando su influencia sobre la virtualidad política. La Abogacía del Estado lo ha venido a exhibir con crudeza en una contundente acusación al Supremo por su aviesa intencionalidad para impedir la amnistía, entre otros, de Puigdemont. Los aludidos no moverán una ceja ante tamaña incriminación, convencidos de que la malversación no tiene encaje en el perdón. Así las cosas, en Waterloo se hará demasiado larga la espera hasta que el TJUE dictamine.
En este tiempo, plagado de interrogantes, Junts debe decidir su suerte política y la de Sánchez. Lo hará en un clima de abierto malestar porque se siente traicionado. Ni siquiera le valdrá como paño caliente la claudicante declaración del ministro de Exteriores al admitir que reduce el objetivo de todo su departamento a conseguir que el catalán se haga un hueco entre las lenguas de la UE. En medio del conflicto de Oriente Medio hay bocas que nunca deberían abrirse de esa manera. En todo caso la boutade de Albares no pasa de una floritura. El auténtico consuelo que anhela Puigdemont es mucho más mollar, pero se hace de rogar. No está en las manos de Sánchez.