Feijóo ha vuelto a tropezar con la roca Sánchez. Obtiene otra victoria, sí, pero igual de amarga que en las pasadas generales. Produce un efecto gaseoso. Otra vez aquellos cantos de sirena de zarandear al líder socialista hace dos meses con el desbordado augurio de más de diez puntos de ventaja quedan reducidos a tan solo dos escaños a la hora de la verdad.
La ley de amnistía no remueve conciencias en las urnas. La persecución por los deslices éticos de Begoña Gómez, tampoco. Apenas provocan rasguños que el presidente se sacudirá con una sonrisa malévola tras haber salvado otra situación plagada de minas.
El PP vuelve a derrotar al PSOE en su mano a mano particular, pero sin la solvencia suficiente para que Sánchez muerda el polvo. Logra un triunfo previsible que se asienta principalmente en el granero electoral proporcionado por la definitiva desaparición de Ciudadanos, pero que no pasa a mayores y por eso destila una lógica impotencia. El futuro se oscurece a los populares. Esos raquíticos cuatro puntos de ventaja y la animadversión de los partidos periféricos hacia su coalición autonómica con la ultraderecha hacen que el PP sigue prisionero por mucho tiempo en su propio laberinto, lejos de acariciar el poder. Así las cosas, cuando quiera esgrimir su enésima petición de abandono a Sánchez por las causas de corrupción no sería de extrañar que en la bancada socialista se escucharan sonoras carcajadas. Los populares no van a cambiar el rumbo de los acontecimientos. Esta potestad solo está en mano de la encrucijada catalana.
Un quebradero de cabeza similar al que se le avecina a Yolanda Díaz. El experimento de Sumar se queda incluso sin gaseosa. Un presente vacuo presagia la llegada de un futuro inane.
Tras una campaña deslavazada, asfixiada por el ácido verbo zurdo de los socialistas y a la que deben sumarse algunos tropezones cada vez más frecuentes de la vicepresidenta, la realidad desinfla sin paños calientes este proyecto, ridiculizado sin remisión en las urnas. Desaparecido en Galicia, hundido en la CAV, renqueante en Catalunya y castigado en sus primeras europeas, su horizonte se oscurece en paralelo al renacimiento de Podemos.
El respaldo obtenido conjuntamente por estas dos formaciones de la izquierda ortodoxa, que siguen enrocadas irracionalmente en una lucha fratricida ajenas a sus fracasos electorales, queda hasta por debajo de los resultados de Vox. Un dato sangrante que refleja el alineamiento de un desmedido sector ciudadano hacia unos postulados que rayan con los principios más elementales de la convivencia y de los derechos humanos, donde mucha juventud parece encontrarse a gusto.
La ultraderecha española goza de buena salud para desesperación del PP. Lo demuestra con un crecimiento alza, duplicando sus escaños de la anterior legislatura. Abascal se hace así un sitio en el podio radical que va a tomar las posiciones neurálgicas de Bruselas para pasmo de quienes conocen las limitaciones de su poso como dirigente. Bien es cierto que una tipología electoral como la del 9-J favorece sus perspectivas, pero Vox sigue inflando su cometa. Nunca un gesto político como el mitin incendiario de Milei ha proporcionado mayores réditos a sus promotores.
Pero siempre hay hueco para el esperpento. La irrupción de Se acabó la fiesta va más allá de una triste bufonada. La circunscripción única permite estos golpes a la integridad democrática. Ocurrió en 1989 con la extravagancia de Ruiz-Mateos. En esta ocasión, llega a las instituciones un trumpista declarado y sin tapujos. Alvise Pérez alardea a pecho descubierto por los pasillos del Congreso y del Senado su desvergüenza, abanderando las fake news y sosteniendo sus bolsillos con campañas difamatorias en unas redes sociales que todo lo aguantan. Ahora circulará sus infamias entre las instituciones de la UE con absoluta impunidad.
Quizá quienes miraron hacia otro lado creyendo que así aguijonearía el voto ultraderechista lamenten semejante laxitud. Aquí el efecto es letal.