Demasiado serio para tomárselo como un sainete. Ocurre con Feijóo y con Rubiales. Bien pudiera entenderse como una pantomima implorar por el derecho a una investidura y a las primeras de cambio aguarla delante de tu encarnecido rival, que sigue partiéndose la caja a mandíbula batiente tras escuchar atónito esa peregrina idea de la legislatura de dos años. También muy cerca de la parodia se sitúa, a su vez, el triángulo escandaloso del acoso sexual a Jenni Hermoso, los desmanes del macarra besucón inhabilitado y los apuros del Gobierno para justificar un merecido escarmiento. Un bochorno insoportable. O, simplemente, la escalofriante radiografía de las miserias de un país sin brújula. Son, en definitiva, los retazos estrafalarios de un penoso despropósito que no parece encontrar su desenlace. Y nada como la guinda de esa huelga de hambre en una iglesia de la madre atormentada de Rubiales, retransmitida en directo por cámaras agolpadas y que atrajo la atención, incluso, de un periodista del New York Times. Te pinchas y no sangras.

Feijóo semeja una caja de sorpresas. Una cualidad que nunca se le supuso, adusto él y seguro de sí mismo. Un día justifica su reunión con los diablos independentistas de Junts y otro advierte del peligro que entraña Sánchez por entregarse a Junts. Una mañana blande su condición de ganador del 23-J para granjearse la gracia real de una investidura y en otra diluye su empeño rogándole al perdedor de las elecciones que le deje gobernar dos años. Quizá todo sea por culpa de esa bisoñez que a modo de rejón le lanzó Díaz Ayuso, siempre al acecho. En todo caso, debería pensar el líder gallego que en su partido no tienen el cuerpo para estas bromas macabras de diálogos esotéricos cuando siguen sin digerir el disgusto electoral. Con este tipo de desbarres, la confusión entre afiliados, dirigentes y simpatizantes del PP dispara la desmoralización inoculada por el desengaño de julio en las urnas. Bien es cierto que sigue sin conocerse al autor del patético disparate que encierra gobernar la mitad de una legislatura y luego, si acaso, decir que continúe el siguiente, o tal vez no.

Cuando mira al calendario, Feijóo estremece. Sabe que le queda todo un mundo hasta que llegue el 26 de septiembre. De momento, no se han acallado las carcajadas de su hilarante propuesta a Sánchez y ya le espera el presumible acuerdo con Vox en Murcia. Todo hace presagiar que Abascal le vuelve a doblar la mano forzando un acuerdo de última hora para evitar el desatino de unas nuevas elecciones. La ultraderecha sigue en pleno centro de la ecuación.

En paralelo, el Gobierno en funciones ha conseguido atrapar el clamor social para deslizar paso a paso el debate sobre la vomitiva zafiedad de Rubiales hacia donde más le interesa políticamente: en torno al feminismo. Así ha conseguido abrir una nueva fisura donde hasta ahora había unanimidad en deplorar la exhibición de genitales y el pico desvergonzado, purgando a su autor. Asistimos a un cambio de pantalla después de que durante varios años Sánchez, Cultura y el CSD se hayan tapado intencionadamente los ojos ante las palmarias golferías de quien presidía la poderosa Federación Española de Fútbol, con el cómplice beneplácito de la inmensa mayoría de sus directivos y asambleístas. Un deplorable perdón gubernamental del que este gañán machista, procedente de una familia socialista involucrada en la causa de los ERE, se ha ido librando de un carrusel de corruptelas, comisiones ilegales, chantajes telefónicos y alocadas fiestas. Agua pasada, dicen en La Moncloa. Hoy y posiblemente hasta que se supere la ola de la amnistía y el referéndum, solo interesa exprimir la imagen de este agresor sexual, que no es poco y difícil de articular legalmente. Por eso, cuanta más gasolina al fuego, mejor para alimentar la polémica. Un empeño al que se ha entregado sin reservas Yolanda Díaz, desplazando del cuadro a Irene Montero, con ese célebre encuentro múltiple mantenido con representantes del fútbol, paradójicamente sin capacidad alguna de influencia ni de decisión trascendental.

Atento a estos sainetes, Puigdemont espera encantado entre bambalinas. Nunca imaginó que un presidente del PP lo pudiera blanquear con absoluta naturalidad. Ni que se aceptara con absoluta normalidad su papel de negociador principal para decidir quién gobierna España. Por eso ha decidido apretar las clavijas de sus exigencias, sabedor de que tiene en su mano la suerte de un país al que desprecia y le persigue. l