Estremecimiento

– A pesar de la coraza acumulada en ya más de treinta años como trasegador de noticias, me debe de quedar algún poro virgen en la piel. O quizá sea solo un complejo de culpa que se ha hecho resistente como esas bacterias para las que no hay antibiótico que valga. El caso es que este cínico que, pese a la bonita frase de Kapuscinski (uno de los mayores cínicos que he conocido, por cierto) sí parece haber servido para el oficio, sufrió anteayer un estremecimiento al repasar rutinariamente el material que los diarios del Grupo Noticias preparábamos para el día siguiente. En una de las páginas me encontré este titular que fue como una coz en plexo solar: “Cinco millones de niños mueren en el mundo antes de su quinto cumpleaños”. Antes de sumergirme en la letra menuda, otra cifra recuadrada completó el golpe: “Cada 4,4 segundos murió un menor de 25 años en el mundo”. No hacía falta ser el mayor de los sabios para tener claro que todas esas muertes prematuras no se distribuyen uniformemente a lo largo y ancho del planeta.

El lugar sí importa

– La desproporción es tan abismal como reveladora: el 80% de los fallecimientos se produce en el África subsahariana y en el sur de Asia. Así lo reconoce el informe de la ONU que da pie a estas líneas que, ya lo sé, son un inútil clamor en el desierto, un desahogo sin más recorrido que el punto final, al que muchos lectores ni siquiera llegarán. Lo que se nos está contando es que quien nace en estos lugares concretos tiene quince veces más posibilidades de no llegar a la edad adulta que quienes vienen al mundo en Europa o América del Norte. ¿A la edad adulta, digo? En muchos casos, ni siquiera al mes de vida. En estas zonas, más de dos millones de criaturas no llegaron a cumplirlo. Y ahí no se cuentan los bebés que nacen muertos, en una proporción de siete a uno frente al mundo desarrollado.

Evitables

– Hablamos, en casi todos los casos, de muertes causadas por la ausencia de los mecanismos más básicos de atención sanitaria. En una palabra, de muertes evitables. De hecho, la parte positiva de tan tremenda noticia es que estas descorazonadoras cifras representan una mejora sustantiva respecto a las que se daban hace diez, veinte o treinta años. Los programas de ayuda y las intervenciones directas han reducido en tres cuartas partes los terribles datos de mortandad infantil respecto a 1990. Hay un lugar para la esperanza pero no para la autocomplacencia. Sigue siendo una vergüenza de dimensiones planetarias que 59 millones de niños no vayan a llegar vivos al año 2030.