En los pueblos es común que uno sea reconocido por sus lazos familiares. En mi caso, he sido identificado por ser el nieto de dos mujeres. El nieto de dos Marías (Maria Asun y María del Patrocinio) que se casaron, precisamente, con dos Ramones. En el caso de la segunda, la ama de mi aita, hablamos de la entrañable señora que regentaba un pequeño puesto de venta de prensa en el mercado de abastos de la plaza Nueva de Tolosa. El quiosco de La Patro se ubicaba a escasos cien metros de la casa en la que nací y en la que ambos compartimos habitación. Esta estrecha convivencia hasta que me emancipé con 24 años, hizo que, además de ser mi amona, fuese la hermana mayor que como hijo único nunca tuve. Con ella descubrí el incalculable valor de las mujeres de aquella generación. Mujeres que fueron niñas de la migración, en su caso de Burgos. Mujeres que ya desde su adolescencia tuvieron que ser cuidadoras y trabajadoras en aquellos tiempos duros en los que el hambre y la necesidad, la de verdad y no la que decimos tener ahora, blanqueaban las paredes de la mayoría de las casas. Mujeres que sonrieron con la llegada de la II República, para luego contener su tristeza ante la victoria franquista para no ser humilladas a pasearse ante los vecinos rapadas y tras haber sido obligadas a beber aceite de ricino. Mujeres que, pese a tener valores de izquierdas, encontraron rezando al cielo la esperanza que la vida terrenal no siempre les daba. Viudas jóvenes sin tiempo para secarse las lágrimas cuando había una familia que sacar adelante. Mujeres que descubrieron tarde qué era eso de estar de vacaciones, y aún más tarde, irse de vacaciones. Mujeres que permitieron que siendo ellas repartidoras y vendedoras de periódicos, sus nietos escribamos hoy en uno. Sobre nosotros, los nietos, recae la responsabilidad de estar a la altura de aquellas amonas. Feliz verano.