Durante muchos años, demasiados, la gente no pudo votar. Lo más duro fue que muchos ya lo habían hecho antes de la dictadura de Franco y por lo tanto, eran muy conscientes de la libertad que se les cercenaba. Mi aitona fue uno de los que supo valorar la vuelta de la democracia porque había conocido muy bien lo que era no tenerla. No por ello creía que el gesto de introducir el voto en la urna cada cuatro años supondría un cambio radical en su vida y la de los demás, pero sí que hacerlo era una forma más, no la única, de colaborar socialmente. Como me contó una vez, para él votar se parecía al juego del escondite. Juego en el que el último en ser descubierto, tiene la posibilidad no sólo de salvarse él, sino de hacerlo a todos los demás, con aquella mítica frase de “por mí y por todos mis compañeros”.

Es verdad que en tiempos de mi aitona, votaban y percibían que las cosas mejoraban porque los problemas que tenían, en gran medida, podían solucionarse con medios que estaban al alcance de las instituciones. Hoy, la cosa no es tan fácil. No sólo necesitamos muchos más recursos que no caen del cielo, sino que hay retos que son globales, otros sobre los que no compartimos un mismo diagnóstico, y otros para los que ni siquiera sabemos cuál es la solución. Por eso, algunos nos susurran, cada vez con más fuerza, que el problema se encuentra en la política y en la democracia y que votar no vale para nada. Por ello, como en su momento mi aitona, queremos votar por nosotros y los nuestros y también por todos los demás, incluso por quienes piensan de forma diferente. Y, sobre todo, queremos votar no sólo para apoyar al partido que consideramos que mejor nos representa, o al que nos parece más adecuado para gestionar, en el caso de este domingo, las cuestiones municipales y de Gipuzkoa, sino por algo aún más relevante: refrendar el sistema democrático.