Hace unos años miraba con envidia a Catalunya. Desde el punto de vista de la participación social, me resultaba muy interesante ver a tantas personas de generaciones y estratos sociales diferentes movilizándose pacíficamente en las calles, plazas y barrios por un objetivo político en una Europa y un Estado español en lo que eso parecía que solo ocurría cuando la televisión era en blanco y negro. Por otro lado, para los que creemos en el derecho a decidir, la congregación de miles de ciudadanos con una sonrisa de oreja a oreja a favor de una consulta y no solo por la independencia, transmitía una vitalidad cívica que ya quisiera para nuestro pueblo. Pero qué poco queda de aquello. La última Diada de este domingo ha evidenciado la división dentro del propio independentismo y una deriva preocupante. Gran parte del movimiento hace tiempo que decidió dejar a un lado la prudencia. El discurso social e institucional quedó fagocitado cada vez más por la soflamas. Cierto que el Gobierno de Rajoy no estuvo a la altura. Cierto que con el de Sánchez uno no sabe con qué quedarse. Bien por la actitud de diálogo y los indultos, pero muy mal por el espionaje. En todo caso, no hay color con lo que el PP hizo y, sobre todo, con lo que el PP haría de estar en la Moncloa. Pero nada de ello justifica que ANC, entre otras perlas, amenace a la Generalitat con ese O hacéis la independencia o convocáis elecciones, como si estuviésemos hablando de construir una carretera. Me quedo con los mensajes de Òmnium, que reconoce que el independentismo tiene un problema, que asume que no hay pueblo que pueda decidir su futuro sin las instituciones y los partidos y, sobre todo, que defiende que no hay vía a la independencia, –añado tanto para Catalunya como para Euskadi– que no sea democrática, compartida, inclusiva y transversal. Así que por ahora, poco que envidiar y menos que imitar.