l Congreso de los Diputados se está volviendo el marco propicio para extraer ejemplos que sirvan de base de un debate profundo sobre simbología y su conexión umbilical con la política. El martes acogía un acto conmemorativo del golpe de Estado del 23-F y en ese marco se establecía un relato en el que la Corona y el monarca emérito eran ungidos como símbolos de la democracia y su preservación sin que la mayoría de los partidos de ámbito estatal mostraran objeción. Y ayer, la sesión de control puso en evidencia que a otros organismos e instituciones se les dota desde esas mismas sensibilidades políticas de una simbología que les anima a blindarlas de la crítica, y consolidarlas como emblemas de un concepto del Estado que nuevamente sustituye la seducción para obtener la adhesión por la imposición para evitar su cuestionamiento. Algunas pueden ser de menor impacto por mucho que generen adhesiones viscerales. Tal es el caso de las selecciones deportivas. Al Partido Popular le preocupa la eventualidad de una selección vasca de fútbol hasta el punto de utilizar el control al Ejecutivo para reclamar que se le asegure que no hay acuerdo interinstitucional con Euskadi para facilitar su aceptación por la FIFA y la UEFA, como recientemente se ha solicitado oficialmente desde Lakua y la Federación vasca. Y el ministro del ramo, el de Cultura, tranquiliza al PP con el sustento de la emocional reivindicación de Iribar y Arconada para su selección española, obviando que al mítico portero del Athletic otro símbolo, portar la ikurriña en el viejo Atotxa junto a Kortabarria, le costó no volver a ser internacional. Pero hay incongruencias simbológicas mucho más dolorosas y peligrosas. La que impide al Ejecutivo de Pedro Sánchez ser contundente con los gestos, declaraciones y exhibiciones filofascistas de miembros de las Fuerzas Armadas. El modo en que estas han sido consagradas constitucionalmente a garantizar la unidad del Estado fue un error que les ha impedido superar completamente el virus de unos valores heredados de un modelo nacional que durante décadas puso a los militares compartiendo escalón, en el mejor de los casos, con las instituciones políticas. La desidia por desarrollar otros símbolos y valores cívicos redunda en la dificultad de un gobierno con vitola de progresista para mostrar la debida contundencia ante esos excesos.