na década de transición, de democracia supervisada y condicionada por el ejército, no ha servido a Birmania (oficialmente Myanmar) para convertir en historia el medio siglo de férrea y sangrienta dictadura militar (1962-2011) que pareció iniciar su fin cuando en noviembre de 2010 la Premio Sájarov (1990) y Premio Nobel de la Paz (1991), Aung San Suu Kyi, completó su última condena. Su arresto ayer, junto con el del presidente Win Myint y el de numerosos miembros de su gobierno y su partido, el LND, que acababa de lograr una más que sólida mayoría en las elecciones del pasado noviembre, y la asunción de todos los poderes por el general Min Aung Hlaing, acusado de genocidio por el asesinato de miles de rohinyás, devuelve al país del sudeste asiático a la segunda mitad del siglo pasado. Y que el papel de Aung San Suu Kyi como consejera de Estado desde 2015 presente también bastantes sombras, incluido su silencio ante la masacre de más de 10.000 rohinyás en 2017, no matiza un ápice de la legitimidad política que las urnas otorgaron a su partido el 8 de noviembre, cuando se adueñó del 83% de los escaños en liza para un Parlamento en el que los militares aún mantenían, gracias a la constitución sancionada nueve años antes por la plataforma militar del general Thein Sein, la potestad de designar a un tercio de sus miembros. Las acusaciones, más o menos veladas, de fraude electoral filtradas desde portavocías y fuentes militares durante enero son apenas una mera excusa, aprovechando la conmoción global por la pandemia y el cambio de gobierno en EEUU, cuya presión había sido crucial en el proceso hacia la democracia, para impedir por la fuerza de las armas que la debacle electoral del USPD, el partido impulsado por el ejército, supusiera la consolidación del cambio democrático y el fin de los privilegios socioeconómicos de los mandos militares birmanos que controlan la escasa industria -producción de jade, petróleo y gas natural, principalmente- de un país con una desigualdad extrema (145º del mundo en desarrollo humano). El control militar de la sociedad birmana es tal que se antoja más que difícil incluso que la unánime condena internacional y la presión externa logren revertir el golpe de estado en un país al que la ONU ya había venido censurando reiteradamente por conculcación de derechos fundamentales.