adie puede llevarse a engaño: lo sucedido en las presidenciales de Estados Unidos responde a un guion no imprevisto en el que Donald Trump pierde pero gana. Y viceversa. Es preciso reconocer al presidente ¿saliente? una doble capacidad: previsión política y arrastre de masas. Que Joe Biden, con el mayor apoyo popular de la historia de EEUU, más de 72 millones de votos, tres millones más que Obama en 2008, se siga jugando la presidencia en el estrechísimo margen del recuento final en un puñado de estados o en su caso en los juzgados es tan elocuente como que el presidente más controvertido de la historia de Estados Unidos haya obtenido el respaldo de 69 millones de votantes. Gracias a ellos, Trump podrá seguir cuestionando el resultado y, con él, el sistema no ya electoral sino político, el establishment al que viene acusando desde que nadie le tomaba en serio en las primarias republicanas de 2016. A Trump lo que es de Trump, el ahora convertido en incuestionable icono del partido del elefante no hace sino lo que la extrema derecha que le dio impulso inicial y sobre la que se apoya -el hoy enjuiciado Steve Bannon y la Alt Right (derecha alternativa)- siempre ha hecho en Estados Unidos, en Europa o donde tercie: utilizar el sistema para cuestionar el sistema y llevarlo a la crisis. Esa ha sido la ideología que ha movido, y mueve, la acción política de Trump. Su proclamada decisión de judicializar los recuentos en Pensilvania, Michigan o Wisconsin no es consecuencia de aquella autodefinición como un mal perdedor sino, en todo caso, de la confluencia de su personalidad con los intereses políticos del ultraliberalismo más radical, incluidas algunas de las grandes aportaciones económicas a la campaña de Trump y, no es posible obviarlo, de la del Partido Republicano en su pugna, también relativamente exitosa, para la renovación del Congreso, donde parecen recortar la mayoría demócrata, y del Senado, en el que mantienen mayoría y control. Y quizá el flanco más débil de la antipolítica de Trump sea precisamente la fortaleza del partido y la oposición interna al cuestionamiento del sistema que supondría prolongar la pugna judicial por la presidencia hasta los extremos del año 2000, cuando Bush y Gore se disputaban Florida. Ni el margen se antoja tan cuestionable como entonces, ni hace dos décadas existía la extrema polarización que las elecciones causan en la sociedad estadounidense.