El brote de neumonía en China causado por el nuevo coronavirus 2019-nCoV, que eleva ya el número de fallecidos a 132 y los casos confirmados de contagio a 5.974, muy similar aunque todavía de menor afección contrastada que la neumonía atípica asiática o SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome) de 2002-2003, exige de las autoridades sanitarias, desde las de China a las de nuestro país pasando por la Organización Mundial de la Salud (OMS), disposiciones que controlen tanto la epidemia como la alarma. Si bien Pekín ha actuado ahora con más celeridad que con la neumonía de principios de siglo, tanto por temor a las afecciones a su comercio y economía, también a su imagen de incipiente potencia, como por precaución sanitaria, la creciente aparición de afectados en otros países hace asomar una intranquilidad global que a veces abonamos los propios medios de comunicación sin que esté, sin embargo, siempre justificada; lo que puede llevar a una extralimitación de las medidas preventivas que se antoja contraproducente. Ya sucedió con el SARS al detectarse contagios en Canadá y Europa (Suiza e Italia) o posteriormente con las denominadas gripe aviar y gripe A, producidas por los virus H5N1 y H1N1, especialmente con la segunda, que en 2010 se extendió por decenas de países y causó 18.337 víctimas mortales en todo el mundo, unas 270 de ellas en el Estado español; derivando en un finalmente innecesario acopio de mascarillas o antivirales, concretamente del Oseltamivir, el entonces famoso Tamiflú, que llevó a cuestionar la relación entre la OMS y las farmacéuticas. Hoy, cuando China ha facilitado la secuencia del virus a la farmacéutica estadounidense Inovio Pharmaceuticals y las acciones de la misma, como las de Moderna Inc y Novavax Inc se disparan en Bolsa tras recibir las tres firmas 11 millones de dólares de subvención para desarrollar la vacuna a la cepa del virus de Wuhan, la suspicacia respecto a la utilización de los recursos sanitarios resurge proporcional al creciente temor al contagio. Especialmente cuando la alarma se expande mucho más rápido que la propia epidemia y llega a incidir en el orden de prioridades -hasta llegar a confundirlas, también en la propia vigilancia del virus- de las administraciones y las instituciones públicas incluso a nivel global.