No hay cosa que dé más miedo que el miedo mismo. Y eso lo saben y lo ponen en práctica desde la noche de los tiempos los que pretenden manejarnos como a sumisos corderos. Da lo mismo que el objeto del temor sea cierto o incierto: en cuanto nos sentimos vulnerables, los seres humanos tendemos a desprendernos de los gramos de racionalidad que atesoremos y volvemos al esoterismo más primitivo. Resulta curioso que el aprendizaje no nos sirva como antídoto.

Repasen las veces que en los últimos años hemos vivido crisis muy similares a la del coronavirus. Pasábamos semanas con el alma en vilo, siendo bombardeados con informaciones y desinformaciones a cada cual más impactante, y cuando llegaba el momento en que deberíamos estar criando malvas junto al resto del planeta, nos encontrábamos en una terracita tomando un vermú y hablando de la marcha de nuestro equipo en la liga. No saben las ganas que tengo de verme en esas. Pero sospecho que aún nos queda un tiempo largo de zozobra por el proceloso mar del acojone sin alternativa.

Lo sobrellevaré como buenamente pueda. A modo de vacuna, procuraré estar tan lejos de los visionarios que anuncian el apocalipsis inminente como de los cuñados que, a veces con la mejor de las intenciones, pretenden que todo esto va a ser un catarrillo sin más. Lo que no podré evitar será desear con todas mis fuerzas que entre los primeros afectados por el bicho se cuenten los difusores a discreción del Coronapánico a mayor gloria de la audiencia. Qué ascazo, por ejemplo, la mengana de siempre, que ayer se tomó la temperatura en directo en la tele amiga. Quizá mañana lo haga por vía rectal.